El último viernes, una mujer más perdió la vida producto de la violencia. Katherine Gómez, de 18 años, fue quemada por su pareja y no sobrevivió. Su muerte se sumó a la devastadora estadística de más de 100 mujeres fallecidas por parejas o exparejas, 51 muertes violentas y 111 tentativas de feminicidio, según la Defensoría del Pueblo. A esas cifras que revelan que, en el Perú, una mujer muere cada 48 horas por violencia de género y, en los últimos cinco años, hubo 674 feminicidios (Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público).
El feminicidio es un delito regulado en el artículo 108-B del Código Penal, por el que se sanciona a quien mata “a una mujer por su condición de tal”. Como ha señalado la Corte Suprema (Acuerdo Plenario 9-2019/CIJ-116), enfrenta las agresiones contra mujeres que responden a estereotipos de género; es decir, a “reglas culturales” por las cuales se considera que ciertas conductas son las que corresponden como mujeres, lo que deriva en discriminación y subordinación al hombre.
Por ejemplo, cuando se espera que las mujeres nos dediquemos a las labores de cuidado del hogar o la familia, que no trabajemos, que tengamos una cierta forma de comportarnos en relaciones de pareja o en nuestra vida sexual, o que tengamos posiciones inferiores a los hombres (que son, bajo esta lógica errada, quienes deciden). Actuar fuera de ese patrón esperado deriva en las agresiones.
Tras conocerse el triste suceso, también surgió un nuevo tema en el debate público. Las declaraciones de la ministra de la Mujer parecieron responsabilizar a quien había perdido la vida, una “culpa por elección”, por haber escogido a este sujeto como pareja. Pero ¿quién es responsable de la muerte?
Lo deseable, como sociedad, sería que coincidiéramos en que el responsable directo es el feminicida o el agresor (y no la víctima). No importa cómo estaba vestida, qué hizo antes o si rechazó o aceptó sus diferentes acciones. Pero también debería quedar claro que, en la mayoría de los casos, ser parte de una relación tóxica —con violencia (física o de otro tipo, como la psicológica)— no es propiamente una decisión.
Muchas veces la violencia va en aumento, casi sin darnos cuenta. Se pasa de “mejor no salgas hoy con tus amigas” o “no te pongas esa ropa” a “si me dejas, ya no quiero vivir”. Esto no es siempre lineal o constatable de manera clara.
Muchas de las mujeres que leen este texto se sentirán identificadas. Seguro tuvieron que enfrentar al jefe o compañero de trabajo insistente en sus proposiciones o comentarios inapropiados, o al amigo ofendido por estar en la friendzone. O las miradas, frases o tocamientos en la calle. En el peor de los casos, parejas o los “casi algo” callándolas o agrediéndolas, en público o privado (para guardar las apariencias), que las aíslen, que las obliguen a tener relaciones sexuales pese a que no quieren. Tal vez algunas pensamos también en alguna que ya no está para contarlo.
¿En verdad una mujer a la que agreden quiere seguir en esa violencia? Muchas veces no tiene cómo salir de esa situación (por ejemplo, por no tener autonomía económica); en otros casos, se normaliza la violencia, tal vez porque es lo único que se conoce (dados los antecedentes familiares o las experiencias previas) o simplemente porque en ese momento de la vida, por diferentes motivos, no se concebía algo diferente.
La sociedad tampoco colabora con su tolerancia a la violencia y con la resistencia que aún hoy existe a la igualdad, a la posibilidad de las mujeres de desempeñarse en diferentes roles, fuera de las preconcepciones o estereotipos. Lo mejor es que las muertes no queden solo en cifras que lamentamos cada 8 de marzo. De lo que se trata es de trabajar en prevenir la violencia que sufrimos y en que la culpa no nos la echen a nosotras.