Por: Eloy Espinosa-Saldaña Barrera
Tenemos movilizaciones desde diferentes puntos del país dispuestas a “tomar Lima”, y la presidenta Dina Boluarte los llama a conversar pacíficamente en Palacio de Gobierno mientras no se cometan actos de violencia, dentro de un escenario de descontrol que parece desbordarse por espacios insospechados. Cabe entonces preguntarse qué hacer para “bajar el tono” de la controversia existente y tratar de erradicar las siempre complejas relaciones —en el Perú— entre ciertas autoridades (máxime si desde el Congreso parece quererse instalar, sin que esté previsto en la Constitución peruana vigente, un “régimen presidencial-semiparlamentario”) o entre esas autoridades y entidades de la sociedad civil.
Me permito entonces sugerir algunas acciones de inmediato: en primer lugar, debe distinguirse entre quién protesta y quién azuza la violencia. Y eso involucra poner muchas cosas en claro, incluyendo a los protocolos que deben seguir las fuerzas policiales y las Fuerzas Armadas, pero, sin duda, debe incluir un trabajo de inteligencia. Se dirá que nuestro sistema de inteligencia está muy debilitado en su organización, gobernanza, gestión y efectividad, pero su labor de separar la paja del trigo es ahora indispensable para así, entre otras cosas, evitar el aprovechamiento de una legítima indignación ciudadana por grupos de personas con una proterva agenda.
Junto a ello, debe propiciarse la generación de interlocutores que faciliten el diálogo, que no implica que uno impone y otro acata. En cualquier caso, esa tarea, en un momento tan candente como el actual, en el que aquel que piensa distinto suele ser visto como un enemigo, no puede estar a cargo de entes confrontados entre sí, como el Congreso y el Gobierno, o ser confiada a grupos totalmente desencantados del quehacer estatal y que consideran que los ofrecimientos a ese nivel reiteradamente no han sido recogidos.
En el Perú, y sobre todo en el interior del país, las instituciones de la sociedad civil deben cumplir un papel central a nivel mundial, regional o local; y, a nivel marco, debe propiciarse el quehacer de escenarios de gran concertación, como el del Acuerdo Nacional, que tiene el lujo de estar coordinado con alguien con la capacidad y habilidad de Max Hernández. En cualquier caso, la discrepancia es inevitable, pero también el respeto a la postura diferente debe ser un referente a seguir.
Resulta evidente que estamos ante un espacio formal-constitucional muy debilitado, que hace frente a una estructura más bien cada vez mejor organizada, y con objetivos cada vez más articulados entre sí (Movadef, tala ilegal, minería ilegal, narcisista, e inclusive algún apoyo extranjero). Esta organización se aprovecha de las dificultades y situaciones de abandono existentes sobre todo en el sur del país, sin que ello signifique desconfiar en la capacidad de esos peruanos y peruanas. Es más bien constatar su lógica indignación frente a la falta de representación suficiente en el enfrentamiento, soluciones y obtención de satisfacción de beneficios que también deberían percibir al igual que el resto del Perú.
No se ha dado una suficiente explicación a esa disparidad. Eso se constata cuando el primer vicepresidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dice que hay dos Perúes que no hablan entre sí o cuando Max Hernández reclama el esfuerzo de “escuchar hasta a quien grita”. Y estamos frente a una organización en la que se infiltran azuzadores queriendo, por un lado, desbaratar primero comisarías, fiscalías y juzgados, para así evitar que sus integrantes sean debidamente seguidos y castigados; y luego va sobre los aeropuertos locales para evitar la llegada de colaboración policial o militar en su contra.
Pero junto a estos azuzadores también vienen actuando o siendo movilizados una serie de peruanos y peruanas a quienes se les ha mantenido indolentemente con brechas en lo social, lo económico y lo político que, lejos de salvarse, se agrandan, causando más indignación y rencor en la población marginada.
En este contexto de descontento aprovechado por muchos con intenciones muy lejos de ser las mejores en favor de otros, se hace indispensable determinar y priorizar, entre otras cosas, cuáles son las políticas públicas, los programas y las actividades a seguir, sobre todo en las zonas más deprimidas económicamente o las atacadas por la incapacidad de gestión e incluso situaciones de corrupción.
No es todo, pero puede ayudar mucho, tanto como el adelanto de elecciones (puede llegarse a diciembre de 2023, pero hay que ponerse de acuerdo en qué reformas sacrificar). Algunas reformas electorales (¿mantenemos la posibilidad de primarias o la oportunidad de que personas sancionadas por la comisión de diferentes delitos puedan ser candidatas a puestos de gobierno?) y políticas (muchos sectores del Congreso promueven la restauración del bicameralismo, aunque sin plantear claramente con qué finalidad; y otros buscan resucitar la reelección congresal a pesar del rechazo popular a reelecciones congresales indefinidas y a la vuelta de un Congreso bicameral), de las que debemos hablar con más detalle. Sin embargo, y en la actual coyuntura de urgencia que vivimos, pareciera que se enfrenta primero lo indispensable antes que lo urgente y lo importante, dado el alto grado de alteración política y social que todos y todas constatamos.
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