Si Manuel Merino y sus secuaces en el Congreso hubieran podido prever las consecuencias que iba a acarrear su aventura golpista, es probable que no la hubieran consumado. Y aunque han mantenido sus puestos en el Congreso, y la cancha libre para intentar un nuevo asalto al Ejecutivo, gracias a la inacción del TC, esta vez no la tendrán tan fácil, porque estarían obligados a considerar una variable que antes no previeron: la movilización ciudadana. Pues no solo fue una movilización nacional masiva, multibarrial, multiclasista, multiedades y filiaciones políticas –la más grande de la historia peruana– hasta ayer impensable, la que terminó con su gobierno, espurio, fugaz y sangriento, sino que la protesta subsiguiente de los trabajadores del agro, que conmocionó el norte, centro y sur del país los forzó a dar leyes en beneficio de la ciudadanía y no solo en beneficio propio, como es su costumbre, y me refiero a la ley que se acaba de aprobar en remplazo de la ley agraria, derogada. Pese a que la nueva ley no ha dejado a nadie contento, cualquier avance logrado para los trabajadores, es producto de su movilización.
Es necesario remarcarlo porque si hasta hace poco politólogos y opinólogos pudieron darse el lujo de ignorar, y algunos hasta de denostar, las movilizaciones ciudadanas, por las razones que fueren, esto ya no será posible a riesgo de que sus análisis se vuelvan intrascendentes. Porque la crisis que ha hecho converger pandemia con las protestas ciudadanas más grandes de la historia, y los subsiguientes paros agrarios viene germinando una nueva conciencia política con la que entramos no solo a un nuevo año sino, me atrevería a decir, a una nueva era. Un tiempo en el que, tras un largo interregno en el que solo se habló de economía (el legado de la “antipolítica” fujimorista), se vuelve a hablar de política. Es por las protestas que se habla hoy de reforma policial; de la posibilidad de una nueva Constitución, que solo ayer fue un tema tabú, o estigmatizado como izquierdista; de derechos laborales y no de “sobrecostos”; de trabajadores y no de “colaboradores”, ese horrendo eufemismo propio de la era del precariado. El lenguaje, así, se va despercudiendo de su identidad empresarial para pasar a ser inclusivo y ciudadano.
Las carencias y la brutal desigualdad que desnudó la pandemia tienen mucho que ver en este despertar de indignaciones, incluyendo una toma de conciencia del rol que debe cumplir el Estado en educación y salud, no cabe duda. Pero enfatizo las protestas porque ellas estuvieron siempre allí, en diversos puntos del país, desde antes de la pandemia, pero fueron invisibilizadas o criminalizadas, y duramente reprimidas, como lo prueban los 159 ciudadanos muertos en protestas desde 2002, sin contar los tres civiles –entre ellos un adolescente– asesinados recientemente en Virú. El que sus nombres no sean tan conocidos como los de Inti y Bryan, y el que ni un miembro de las fuerzas del orden haya sido sancionado por estas muertes, es revelador de las desigualdades e injusticias pendientes por reparar.
Y digo protestas y no “conflictos sociales” porque este nombre técnico, oficial, tiende a invisibilizar el derecho a la protesta, hoy reconocido como un derecho constitucional autónomo, en una histórica sentencia del TC del 2 de junio de 2020. Como explica el abogado Juan Carlos Ruiz, por “derecho autónomo” se entiende que la protesta es un derecho en sí, y “no parte del ejercicio de la libertad de expresión”, como sucede en los EEUU, y como parece entenderlo todavía el ministro del Interior, José Elice, a juzgar por sus declaraciones a los medios. El TC reconoce así, prosigue Ruiz, “el derecho de criticar el ejercicio del poder incluso (…) el poder privado”. Un derecho que no solo debe respetarse en democracia sino que, yo diría, es consustancial a ella. Porque solo las dictaduras pueden aspirar a no ser cuestionadas. Materia para debatir en este año en que nuestra República cumple 200 años.
protesta policía
Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.