El viernes pasado esperábamos atentos el mensaje del Presidente. “Tía María no va” ya no era solo la consigna de los manifestantes, coincidían con él inclusive voceros del sector empresarial. Pero el mensaje presidencial lejos de tranquilizarnos nos dejó aún más preocupados. No hay gobierno. Cuando más se necesitaban señales de autoridad para retomar el orden y la confianza, el Presidente –casi con la cara desencajada–, afirmaba que su obligación era cumplir las normas para evitar cualquier tipo de demanda internacional, y que por ello llamaba a la empresa a poner de su parte. El Presidente nos decía que estaba atado de manos. La amenaza de los arbitrajes internacionales constituye un mecanismo de presión para hacer y deshacer la acción soberana de los Estados. De locos. ¿Cuál es el contexto? El TLC con México protege al Grupo México, principal accionista de la Southern, quien podría apelar al mecanismo de arbitraje inversionista – Estado y demandar al Perú, por tomar acción que aunque sea necesaria ellos consideren discriminatoria. El caso de la anulación de la concesión del proyecto Santa Ana en Puno durante el gobierno de García, es un antecedente similar. Frente a la acción legítima y necesaria del gobierno, la empresa Bear Creek, al amparo del TLC con Canadá, ha anunciado su intención de iniciar un arbitraje contra el Perú. ¿Qué hay detrás de este dilema? Dos malas soluciones: otorgar súper derechos a los inversionistas en un contexto donde construimos precariamente –y hasta irregularmente– nuestra institucionalidad. Tía María no es el primer caso en donde permisos otorgados por el Estado son fuertemente cuestionados por los pobladores, evidenciando cómo la ausencia de licencia social limita la legitimidad de los procesos. En un contexto de más TLC –y más inversionistas con capacidad de demandarnos– este viejo lastre constituye una bomba de tiempo, como lo es hoy en el caso de Tía María.