Domingo

Políticos del futuro

“Ahí estaría la clave de ciertas propuestas tácitas, entre las cuales están las siguientes: el mejor político es el que menos político parece / en vez de sistemas políticos obsoletos hay que crear una politicidad propia...”.

"Ahí estaría la clave de ciertas propuestas tácitas, entre las cuales están las siguientes: el mejor político es el que menos político parece”. Foto: Composición de Álvaro Lozano
"Ahí estaría la clave de ciertas propuestas tácitas, entre las cuales están las siguientes: el mejor político es el que menos político parece”. Foto: Composición de Álvaro Lozano

Decir que entre los jóvenes estudiantes de hoy están los dirigentes políticos del futuro es un lugar común. Sin embargo, tal obviedad no condice con la falta de análisis sobre la relación de los estudiantes actuales con el maltrecho estatus de la democracia regional.

Lo primero observable es que ya no estamos ante la brecha generacional de antaño, que se llenaba con el programa de cumpleaños. Para entenderlo, basta contrastar los estudiantes contemporáneos con los de la Guerra Fría. Militantes o no, estos se autorreconocían como relevo natural de los políticos adultos y se entregaban con pasión —y cierto conocimiento— a las ‘grandes causas’ ideológicas. Leían la prensa afín, sabían que su mérito académico los calificaría como protagonistas, asumían el sistema democrático a su modo…
o lo criticaban con tesis bien masticadas. No está demás reconocer que se insultaban poco, dialogaban con sus profesores y no se les ocurría maltratar las ciudades donde vivían. Como correlato, los políticos adultos eran un referente real (bueno o malo).

Todo aquello hizo de la universidad una estación de tránsito para futuros jefes de Estado y forjó una noble tradición de simbiosis entre la cultura, la ciencia y la política. En el campus de mi Facultad de Derecho, aquí en mi sur, esto se refleja en el ‘Edificio de los Presidentes’. Es el homenaje a los 17 que pasaron por sus aulas.

La universidad también cambia

Ese estatus de nostalgia comenzó a cambiar, sin que nos diéramos cuenta, con la revolución cubana, germinada en la Universidad de La Habana y liderada por un veinteañero Fidel Castro. Tras su secuela de insurgencias y contrainsurgencias a nivel regional, la llamada ‘comunidad universitaria’ se trizó en sus estamentos académico, estudiantil y administrativo.

El hecho es que, 60 años después, en este segundo milenio, los estudiantes ya no son lo que eran. Pese a que muchos son hijos o nietos de víctimas de las dictaduras o de las guerrillas castristas derrotadas, no están cuidando la democracia recuperada. Algunos incluso están haciendo méritos para volver a perderla.

Son jóvenes nuevos, que no se resignan a la caducidad de las ideologías totales y romantizan las leyendas de procesos revolucionarios y de luchas que no vivieron. Para ellos, la Guerra Fría es una referencia de sus abuelos y en vez de ‘grandes causas’ nacionales tienen causas temáticas o identitarias. A mayor abundamiento, estudiaron en universidades condicionadas por reformas revolucionarias o por contrarreformas militares. Como efecto vinculado, los sistemas educacionales les escamotearon contenidos cívico-humanistas y los partidos políticos democráticos dejaron de formar ‘cuadros’.

El poder juvenil

Tras la implosión de la Unión Soviética, la conversión al mercado de los comunistas chinos y el fracaso económico del castrismo, algunos creyeron que también terminaban los conflictos sociales. En esa onda, políticos de vuelo rasante se dedicaron solo a administrar el poder. Sin enemigo estratégico a la vista, veían la democracia como un valor evidente per se, que llegaría a los jóvenes ‘sin relato’. Es decir, sin mediación del pensamiento crítico, el debate contradictorio ni la información prolija

La mezcla de ese optimismo fukuyámico con el fin de la cultura del libro y su reemplazo por la información de Google produjo estudiantes de nuevo tipo. En su mayoría, querían acceder rápido a los mercados laborales, mediante controles más leves, carreras más cortas e inclusión masiva. Veían los diplomas como pasaportes para el reino de los altos cargos y percibían a los partidos tradicionales como agencias para empleos menores. Como por
añadidura, dejaron la acción política en manos de sus condiscípulos menos calificados.

Esto explica por qué demasiados jóvenes politizados prefieren crear micropartidos propios y por qué sus acciones políticas, en supuesta representación de ‘el pueblo’, poco tienen que ver con la democracia. Para que me entiendan los sociólogos, son casos de hegemonía fáctica de minorías coherentes, que subordinan a las mayorías inorgánicas, en aras de proyectos identitarios.

El ágora de los jóvenes así politizados es ‘la calle’ y su panoplia está en sus teléfonos inteligentes. Celular en mano, programan actividades o lideran manifestaciones de protesta. Algunos incluso actúan junto con políticos antisistémicos y social-marginales, levantando barricadas, aplicando el fuego purificador, destruyendo mobiliario urbano y derribando las estatuas que se les pongan por delante.

El nuevo pensamiento

En la base del fenómeno está la inédita rapidez de la comunicación online (COL), que sintetiza los clásicos tres tiempos del periodismo escrito: el del acontecimiento, el del procesamiento y el de la distribución.

De paso, esto confirma la vieja profecía de Marshall McLuhan, según la cual los medios no son solo rutas de información. Simultáneamente, modelan y modulan el pensamiento. Hoy parece evidente que, COL mediante, los jóvenes empoderados están pensando la política de una manera diferente. Ahí estaría la clave de ciertas propuestas tácitas, entre las cuales están las siguientes tres: el mejor político es el que menos político parece / en vez de sistemas políticos obsoletos hay que crear una politicidad propia / las formas de esa politicidad están lejos de las que emplean los anquilosados políticos de izquierdas y derechas.

Quizás lo único que puede estar claro es que esa eventual nueva politicidad viaja por senderos que se bifurcan. Uno puede conducir a la reinvención de las democracias debilitadas y el otro, a una confrontación ruda con resultados imprevisibles.

Visto así el panorama, la calidad de los líderes y sistemas políticos del futuro es un enigma en desarrollo.