Cultural

José María Arguedas: sus despedidas y una canción

El reconocido escritor Eduardo González Viaña brinda una lectura alternativa a los últimos momentos de vida de José María Arguedas, para muchos el escritor peruano más relevante del siglo XX.

José María Arguedas. Foto: Andina.
José María Arguedas. Foto: Andina.

Escribe: Eduardo González Viaña*

El 28 de noviembre de 1969 cayó viernes. José María Arguedas pensó que ese día era el día. Se encaminó a la Universidad Agraria. El taxi lo dejó a tres cuadras de la puerta de su oficina. Caminó hasta el edificio donde se encuentra Sociología y, por fin, tiró unos papeles usados en el tacho de basura del edificio. Nadie lo vio.

Decir que nadie lo vio es inexacto. Dos zorros se juntaron a él y, mientras uno le acercaba la cabeza para que se la palmeara, el otro le lamió la mano derecha. Tres pájaros chui chui sobrevolaron la escena, pero no trinaron. Les bastó con aproximarse al personaje, mirarlo y luego alejarse a toda velocidad hasta desaparecer.

José María empujó la puerta principal del edificio y descubrió que el ascensor estaba fuera de servicio. Hizo un gesto de contrariedad y se dirigió hacia las escaleras. Se detuvo un buen rato en el tercer descanso y se palpó el bolsillo interior del saco para cerciorarse de que la pistola estaba allí.

Al sentir el frío del metal, quizás sonrió y pensó en la distancia que media entre la intención y el acto, y temió que al llegar al quinto piso se hubiera disuadido de matarse.

Llegó hasta una oficina en cuyo exterior, además de su placa de profesor, había algunas notas que le habían dejado los estudiantes. Las leyó con cuidado, pero no había acción que tomar porque solamente preguntaban cuándo era el día de presentar algún trabajo o de rendir exámenes.

Entró en la oficina, localizó su escritorio y se sentó frente a él. Revisó algunos documentos y encontró un bloc de papeles en los cuales comenzó a escribir despedidas.

Se levantó del escritorio donde había estado redactando sus cartas. Dio una última mirada al saco de casimir que había dejado sobre la silla. Era celeste y, según Sybila, le caía muy bien. Sonrió. Entró al baño y se situó frente al espejo. Allí tenía que calcular exactamente cuál era el punto de su cráneo sobre el cual dispararía.

“Sybila:

¡Perdóname! Desde 1943 me han visto muchos médicos peruanos, y desde el 62, Lola, de Santiago. Y antes también padecí mucho con los insomnios y decaimientos. Pero ahora, en estos meses últimos, tú lo sabes, ya casi no puedo leer; no me es posible escribir sino a saltos, con temor. No puedo dictar clases porque me fatigo. No puedo subir a la sierra porque me causa trastornos. Y sabes que luchar y contribuir es para mí la vida. No hacer nada es peor que la muerte, y tú has de comprender y, finalmente, aprobar lo que hago”.

Después de escribir varias cartas, José María descansó.

Entonces cruzó el cielo una bandada de pájaros. Tal vez intentaban acompañarlo en su viaje. Acaso venían por él porque José María era también uno de ellos.

Disparó.

Los pájaros prendidos en el cielo se pasaron la noche esperando en vano porque ese hombre no había concluido de matarse. Comenzaba la agonía, y la agonía es muy larga para los inmortales. José María había pretendido que su muerte ocurriera un viernes para que, de esa forma, las exequias funerarias se produjeran durante el fin de semana, pero no fue así, estuvo agonizando durante cinco días. El médico comprobó su deceso el 2 de diciembre de 1969.

Dos días después, cuando fue sepultado en el cementerio El Ángel, la procesión fúnebre avanzó hasta el pabellón donde debía depositar el ataúd, pero al llegar a la esquina anterior tuvo que detenerse porque un gigante le cerraba el paso. La chaqueta ornada de espejos, la panza sobresaliente, la gran montera y las tijeras levantadas, precedían a un bailarín de color granate. Era el danzante de tijeras Gerardo Chiara, que parecía haber estado esperando a José María Arguedas varias décadas, o quizás toda la vida suya y la de sus ancestros.

Allí, enfrente, Máximo Damián levantó el violín, rasgó sus cuerdas, miró hacia el cielo, obtuvo permiso y, por fin, emitió algo que parecía ser el sonido primero de la creación. Frenética y arrolladora, la vida volvió a brotar.

...

*Escritor. Autor de El poder la ilusión, sus memorias.

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