Alberto Quintanilla: "El arte no es para ociosos"
Reconocido artista cusqueño atraviesa un auspicioso momento creativo y se encuentra en Lima definiendo sus próximos proyectos. Su esposa es su mayor motivación para seguir a los 92 años.
“Mi Alberto. Tú eres un hombre fuerte. Imagínate, nadie llega a los 92 años. Tienes que cuidarte, me has dicho que tienes mucho trabajo por hacer. Tú también te vas a morir. Pero ya nos veremos pronto. Trata de estar fuerte para que puedas terminar tus proyectos y cumplir con lo que te has propuesto”, dice Alberto Quintanilla, recordando las últimas palabras de su esposa Hélène Chatenet, con quien compartió 53 años de casados y tuvo tres hijos: Antonio, Benjamín y Mona.
Para Alberto Quintanilla, Alberto en adelante, lo que lo mantiene vigente e ideando proyectos no es más que su dimensión de trabajo. Le resulta imposible no recordarse de otra forma y mientras invita a La República a acomodarse en su departamento, lleno de mágicos objetos de metal y madera, detiene su mirada en el paisaje urbanístico que le depara su ventana del décimo piso. “Cuando vine a vivir aquí, podía ver hasta el cerro San Cristóbal, ahora hay puros edificios”, se queja de lo que había sido el escenario que le permitía relajarse tras largas horas encerrado en su mundo de resonancias andinas y lúdicas.
La data oficial indica que tiene 90 años, pero “no, no es así, tengo 92 años”, enfatiza con un tono de voz enérgico, como si necesitara decirlo para afianzarse en la vida y más aún tras la partida de la mujer que amó y lo acompañó en las últimas décadas de su reconocida trayectoria. Cuando le preguntamos si se siente reconocido, Alberto asiente con esa sencillez del que sabe la obra que ha construido y disfruta, no lo niega, del lícito reconocimiento. “Hace unos meses, caminaba con unos amigos por el centro de Lima, ya me estaba regresando a seguir trabajando, pero en la esquina de Quilca, frente al Queirolo, se me acercó un grupo de jóvenes de Bellas Artes”.
No hace falta completar el episodio. Esta es una experiencia que ya se ha vuelto recurrente. Lo mismo sucedió a finales del semestre del 2023, cuando remeció el Centro Histórico con la exposición Quintanilla, los caminos de la vida, en la galería Pancho Fierro. Ingresando o saliendo de la galería, no pocos jóvenes se le acercaban para manifestarle admiración, pero ante todo respeto, quizá por la coherencia temática mostrada en toda su obra.
“Yo he sido fiel a mi mundo, a los sueños y mitos del mundo andino”. Tan solo basta ver lo que tenemos alrededor para constatar que las palabras de Alberto bastan y sobran: ángeles, demonios, animales, muñecos y seres salidos de su mente febril, porque hay que tener una mente activa para conformar una serie de personajes de distintos tamaños que han sido trabajados en madera y metal, ligados por el dolor, el miedo, la celebración, la lujuria y el erotismo, criaturas que desconciertan con sus ojos abiertos, pacíficos y violentos, tranquilos y temerarios.
“Siempre he sido fuerte y cuando fui joven practicaba box. De niño aprendí a defenderme y era duro. Por mucho tiempo trabajé como restaurador y era bueno porque era fuerte”. Alberto nos invita a recorrer los depósitos de su obra, exceptuando lo primero que ve el visitante.
“Aquí tengo para cuatro museos y en París ha quedado más. La última vez que vine, Hélène ya estaba mal. Quería ordenar mi trabajo y ver las fechas de mis exposiciones. Llevaba tres días y mi hijo me llama y me dice papá tómate un avión y vente, mamá está muy mal. Pensé que se había puesto mal porque yo estaba lejos de ella. Hélène siempre me ha apoyado, todos los poemas que escribo son para ella”. Alberto desenfunda una escultura de metal, un caballo verde o, mejor dicho, su caballo verde, adquiere protagonismo. “Yo dibujo y hago esculturas de animales, pero son los animales que yo quiero ver, si los hago como son, ¿dónde está la originalidad?”.
Originalidad. Esta es la palabra para definir el universo de Alberto. Los tópicos de su poética son reconocibles para cualquier espectador, pero su mirada propia, convierte lo cercano en mágica extrañeza, que contagia e influye igualmente en otros artistas, sin importar su disciplina. Tal es el caso de César Galindo, el galardonado director de Willaq Pirqa, que quiere hacer una película sobre los seres que habitan y definen la labor de Alberto.
Por lo dicho, estamos ante un magisterio, pero cómo fue su camino, es ahora la curiosidad.
“Con la crítica, la mayoría de las veces, me he llevado bien”. Al respecto, esto dijo Sebastián Salazar Bondy sobre él: “Del arte abstracto y del arte infantil proviene precisamente Alberto Quintanilla como pintor. Por fortuna, conserva en sus ojos la visión del niño o del primitivo (que es la del poeta), a la cual une la inclinación del artista actual hacia el logro de un lenguaje plástico que valga por él solo”. A lo que Alberto añade: “El problema no ha sido la crítica, mi obra ha sido y es muy apreciada en Europa. Mi problema era con el círculo racista y clasista de Lima. Me tenían envidia”.
El artista nos muestra un álbum de fotos. “Mira mi cabello muy negro, mi porte. Tenía mucho jale con las chicas. Se ponían celosos. Una vez estuve con una amiga en el café Haití, ella era extranjera, y en la mesa de al lado estaban los señores del circuito. Oe, cholo, qué suerte tienes, cómo la haces, me decían delante de ella creyendo que no sabía español. Cuando nos íbamos, ella se quedó y les dijo que ella es la que tiene suerte de estar con este cholo”.
Gracias a una beca de la Escuela de Bellas Artes de Cusco, Alberto viajó a Francia en 1961 “no para ver la torre Eiffel, ni ir al Louvre, lo primero que hice fue buscar una buena escuela de grabado. Muchos latinoamericanos y peruanos fueron a París a hacerse artistas y terminaron borrachos, sin obra porque no les gustaba trabajar. Creo que tengo jale con las chicas porque siempre me han visto trabajador”.
Sobre esa época parisina, Quintanilla prosigue: “Conocí a Julio Ramón Ribeyro y me invitaba a reuniones, en una de ellas conocí a Vargas Llosa, Jorge Piqueras, Rodríguez Larraín y fui amigo de Fernando de Szyszlo. Con Tilsa Tsuchiya y Gerardo Chávez nos veíamos. Pero una noche, Chávez y yo nos peleamos porque él había agredido a un amigo mío. Fue como una pelea de box, que gané”.
Sin embargo, esta experiencia le sirvió al artista para afianzar su tradición personal. “Se hablaba de surrealismo, pero en Perú tenemos dos mil años de surrealismo, tenemos los tejidos Paracas, la cerámica Nasca, los vasos y retratos Chimú, nuestra tradición posee color y poesía. Hay mucha tontería en el arte de hoy. Por ejemplo: pones un zapato sucio y es arte conceptual, juntas dos triángulos y se habla de arte geométrico. Por eso, les pido a los jóvenes que nos miremos más para ser artistas auténticos, hay demasiada mentira en estas corrientes de moda”.
Regresamos a la mesa central y Alberto coge su cuaderno en donde escribe poemas. El lapicero acaricia la página. Respira hondo. “Antes de que te vayas al diario y me ponga a trabajar, tomemos un vinito”.