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Cultural

Miguel y Dolores

Juan Carlos Llosa Pazos - Capitán de Navío
Juan Carlos Llosa Pazos - Capitán de Navío

Por: Juan Carlos Llosa Pazos | Capitán de Navío

Miguel Grau Seminario, cuando teniente de la Armada del Perú, conoció a Dolores Cavero Núñez presumiblemente alrededor de 1863. Según Guillermo Thorndike, fue German Astete quien llevó al también capitán de la Marina Mercante Nacional a casa de don Pedro Cabero Valdivieso –padre de Dolores y Vocal del Tribunal Mayor de Cuentas de Lima fallecido en 1869 a la edad de 50 años- el día habitual que recibía visita su familia, como era costumbre en aquella época. Imaginamos que en un apacible martes por la tarde de ese año, en los confusos días de la “Expedición científica” española, entre tertulia y bizcochos, el galante y cosmopolita oficial de la Marina conquistaría a una de las chicas más bonitas de la sociedad limeña de aquel entonces. Surge así la historia de amor entre Miguel y Dolores, que solo acabaría por el efecto devastador de un proyectil de 250 libras quince años después. El matrimonio se había celebrado el 12 de abril de 1867 y tendrían 10 hijos.

Por sus responsabilidades profesionales, el comandante Grau hubo de ausentarse del hogar ubicado en casa de altos en la calle Lezcano en muchas oportunidades, algunas de ellas prolongadas. Pero sería la guerra la que lo apartaría definitivamente de la vida de Dolores y de sus hijos. Precisamente son las guerras las que no solamente dejan miles de cadáveres en los campos de batalla, en el fondo de los mares o en los escombros de las ciudades devastadas por las bombas, sino también las que convierten a miles de mujeres y niños en viudas y huérfanos cuyas vidas, a pesar de quedar destrozadas, tienen que seguir adelante.

Dolores Cabero viuda de Grau se repuso a su tragedia, y con el mismo valor que el de su esposo, se hizo cargo de sus 8 hijos, sola, ya sin el apoyo del hombre con el que había planeado vivir hasta sus más lejanos otoños. La vida sería muy dura para ella. Antes de la muerte de Miguel habían fallecido sus hijos Miguel Gregorio de 8 años y Elena de 11 meses. Más tarde perdería también a Ricardo, a Victoria y a Rafael Grau Cabero.

Dolores falleció mucho tiempo después de la inmolación de Grau, exactamente el martes 23 de febrero de 1926, en una Lima muy diferente a la de 1879, donde ahora transitan automóviles por grandes avenidas que unen la capital con el otrora periférico balneario de Miraflores. Pero el Perú, en el que exhaló su último aliento la dignísima dama, seguía siendo el mismo de siempre, en sus contradicciones, en sus avances y retrocesos, en su loca carrera hacia el despeñadero que a la vez busca desesperadamente la mano salvadora que lo detenga.

En una entrevista que concede a una revista limeña, en sus últimos años Dolores recuerda a Miguel describiéndolo como a “un hombre fino como pocos, suave, nunca lo vi descomponerse ni poner en la casa la nota grave de su desagrado”. Quienes trataron a Miguel lo tuvieron por una persona amable, por un tipo modesto y circunspecto, siempre claro a lo que toca, nunca dado a las veleidades y a las volubles percepciones sobre la Constitución y la Ley tan deudas a los caballeros de salones y calles limeñas. Pero eso sí, como también advierte Dolores mientras remueve los lejanos recuerdos de su esposo: “En su barco era tremendo. La disciplina había de cumplirse a toda costa”. Así fue a bordo el comandante Grau, un hombre de carácter firme, sin media tinta, sin claudicaciones a los principios, incluso a veces hosco, y siempre intransigente con las inconductas y debilidades incompatibles con el servicio naval.

A sus adversarios dentro y fuera de la Armada los enfrentó con la integridad y la rectitud de los espíritus que no obedecen a intereses subalternos, como suele costar creer a tantos. El comandante del Huáscar, que jamás se amilana, tiene muy bien medido, sin alarde fatuo ni soberbia petulante, el peso de su bien ganado prestigio profesional que el concomimiento y los años abalan.

Demostró tantas veces su valentía, acompasada de serena y feroz resolución para el combate. En nadie mejor que en él pudo confiar la Nación en su hora más oscura. Ni un instante siquiera defraudó la fe puesta en su criterio, en su talento guerrero, en su valor espartano, en su inmaculado patriotismo.

La Patria, a 140 años de su muerte, a 140 años del grito desgarrador de Dolores y del inconsolable llanto de los niños a la hora de la terrible noticia, sigue añorándolo y aún le guarda luto.

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