Por: Alberto Vergara. Politólogo. Universidad del Pacífico
En los últimos meses he notado una diferencia relevante entre los periodistas extranjeros y los peruanos cuando preguntan acerca de la inestabilidad política peruana. Los nuestros, imbuidos en el pleito nuestro de cada día, quieren determinar quién es el culpable del despelote: ¿la derecha golpista o el gobierno inepto? En cambio, los extranjeros preguntan de manera más acertada: ¿qué diablos ocurre en el Perú? Notan que se vacaba y disolvía antes de que hubiéramos oído hablar de Pedro Castillo o María del Carmen Alva y que, por tanto, el nudo mayor debe estar en otro lado.
Y tienen razón porque muchos dijimos que, sin importar quién ganase la presidencia ni quiénes llegasen al Legislativo, ambos poderes intentarían disolver y vacar desde el primer día y que el descalabro nacional perduraría. Así fue. Alva se presentó en sociedad impidiéndole el paso a Sagasti a la transmisión de mando y, al día siguiente, Castillo nombró premier a Guido Bellido apostando por una confrontación de impulsos antidemocráticos. Cinco meses después, el Congreso es desaprobado por el 75% de la población y al presidente por el 65%.
¿Por qué los políticos optan por la autodestrucción? De nuevo, Castillo y Alva nada han inventado. Keiko Fujimori quiso ser Uma Thurman en Kill Bill y se convirtió en la política más rechazada. PPK intentó salvar la presidencia con técnicas de pituco sin calle y lo grabaron con un reloj made in Juliaca. Manuel Merino pensó que a punta de tanqueta se almorzaba el mundo. Mercedes Aráoz creyó que con el respaldo del hacendado Pedro Olaechea y de la jurista Karina Beteta se hacía de la presidencia. Vizcarra estaba convencido de que la popularidad lo salvaba de todo y ahora es un meme navideño. Y etcétera.
Detrás de esta retahíla de casos aparece la fuente de la inestabilidad: una política signada por enanos que se odian unos a otros y que, al pararse frente al espejo, no ven a un liliputiense sino, como diría Calle 13, al Napoleón del caserío. Padecen lo que los psicólogos llaman delusión: una distorsión importante de la autopercepción. Cuando se expande da lugar a lo que llamaré el síndrome de los enemigos ínfimos. Batallan unos contra otros de manera incansable sin que ninguno pueda vencer. Más que una guerra, escenifican un suicidio colectivo. Y no aprenden. A cada temporada se renueva el casting, pero ellos siguen detestándose y creyendo que podrán someter al país entero bajo su piecito.
El Ejecutivo interpreta este papel con brillo. El presidente más endeble de la historia contemporánea se presentó como un parteaguas definitivo: por primera vez, afirmó el 28 de julio, llegaba un presidente de los oprimidos para acabar con quinientos años de castas. Cuando lanzó la segunda reforma agraria fue más lejos y afirmó que esta iba a “hermanar la voz de Huáscar y Atahualpa”. Y el desvarío chorrea hacia su gobierno. Bellido cabalgó a Las Bambas, habló en quechua y afirmó que ese conflicto él lo resolvía en cuestión de días. Ahora Las bambas está por cerrar y Bellido es caserito de Willax. O el ministro de Economía que pareciera creer que en algún lugar del mundo se puede pasar una reforma tributaria cuando el secretario de Palacio presiona al jefe de la SUNAT y almacena billetes en el baño de su oficina. ¡Y no olvidemos a Cerrón! El arquetipo del político delusionado.
No creo que haya habido otro gobierno en el cual la distancia entre la retórica grandilocuente y la terrenal incapacidad haya sido mayor. Pero el presidente, sus funcionarios y seguidores decidieron abrazar lo que Raúl Asensio llama el mito del “provinciano redentor”. La izquierda se había pasado décadas hablando de ciudadanía, pero, en realidad, seguía buscando un inca.
PUEDES VER: Procurador general denuncia a Pedro Castillo ante Fiscal de la Nación por tráfico de influencias
Entonces, ahí radica nuestra inestabilidad: el personaje accidental que se cree la figura histórica que doblegará a cuanto rival se le oponga. Eso fue el experimento Bellido. Sacamos a palazos la constituyente, las nacionalizaciones y, por qué no, negocios para los nuestros. Pero el leninismo-carterismo se frustró en manos enanas. No pudieron organizar ni un tono caleta. Pero sí consiguieron seguir envenenando el país con miedos, rabias y peleas. Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Que el redentor dialogue y consensue? Eso es para las personas normalitas, no para quienes arrancarán de cuajo las raíces seculares de la dominación colonial. Y la consecuencia más nociva del fracaso ni siquiera es la inestabilidad, sino la manera en que defrauda a la población más pobre y excluida del país. Castillo es una oportunidad perdida descomunal.
Ahora bien, el síndrome de los enemigos ínfimos circula en todas las tiendas políticas. Por ejemplo, si por alguna casualidad López-Aliaga ganaba la elección, ¿hubiera hecho la presidencia humilde de un hombre que todos hemos visto tiene problemas para leer o al mirarse al espejo habría distinguido al Duce peruviano? ¿Y Keiko habría estabilizado al país con su ideario de bonos y cachiporrazos?
Lo mismo ocurre en el Congreso. No sé qué imagen tendrá Patricia Chirinos de sí misma, pero ella es la garantía de que cualquier iniciativa opositora se frustre. Sus gritos, su pasado con Alex Kouri y los sesudos silogismos que la llevan a concluir que el presidente debe enrumbar hacia el carajo, impiden que genere respaldo alguno. Por más que se ponga vincha y bese la blanquirroja con otros confundidos la gente sabe bien que “si ellos son la patria, yo soy extranjero”. (Felices setenta, Charly). ¿Y Hernando de Soto que se ha propuesto capitanear la nave de los locos? Con semejante reparto la derecha también fracasa en sus objetivos. Su ventaja es que, efectivamente, cuenta con los medios de comunicación. ¡Como Cuarto Poder!
PUEDES VER: Productor de Cuarto Poder se pronunció tras las críticas a los ‘audios bombas’ del domingo
Y en el “centro” el síndrome se nota menos por su desaparición, pero vale la pena recordar la intensidad de insultos que intercambiaban verónikos y morados, dos titanes de la política que se aprestaban a conseguir ocho congresistas entre ambas agrupaciones.
La raíz de la inestabilidad, entonces, se origina menos en ideologías radicales que en nuestra mediocridad radical.
¿Qué hacer con esta situación? Yo tengo una propuesta para el presidente Castillo y nuestros políticos que, sin ser extraordinaria, al menos nunca ha hecho daño: leer. Existe una literatura en ciencia política que aborda las desavenencias entre ramas de gobierno y el desorden que pueden generar. (Aquí hay una excelente revisión de libros recientes sobre la cuestión: https://larrlasa.org/articles/10.25222/larr.886/). Este campo de estudio es enorme, pero algunas ideas pueden ser útiles. Lo primero es que un presidente sin mayoría en el Congreso no es un cadáver de entrada. Como afirmaba el politólogo Gabriel Negretto, más impacto suele tener su posición programática que el tamaño de su bancada. O sea, un presidente centrista con menos escaños tenderá a ser más estable que uno extremista de bancada más grande. Porque la clave de la supervivencia está en la construcción de coaliciones, no en la esperanza de derrotar a todos. Para lograr esto, hace falta humildad. De hecho, recientemente, Aníbal Pérez Liñán, otro de los politólogos que más ha estudiado estas cuestiones, planteaba una idea que alguien podría enmarcar en Palacio: “Los presidentes más exitosos son quienes aceptan que son débiles”.
Volvamos al Perú. Si la inestabilidad la producen los enanos pleitistas, la estabilidad solo puede llegar por dos vías: o aprenden a cooperar o uno mata a todo el resto. En el primer caso, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cooperar? Al menos de dos cosas distintas. De un lado, de generar coaliciones que empujen reformas definidas por el interés general. Del otro, arreglos para beneficiar asuntos particulares. De manera sorprendente, nuestros enanos suelen estar tan enemistados que ni siquiera pactan para robar y exculparse entre ellos. Sin embargo, en estas semanas vemos esfuerzos importantes. Por ejemplo, muy pocos muestran interés en censurar al ministro de Transportes, ni al de Educación y, más bien, cooperan para eliminar la meritocracia en el magisterio y salvar a las universidades bamba. Ejecutivo y Legislativo, derecha e izquierda, Estado y mercado, están hilando su pacto chueco. Pero este no traerá estabilidad porque los propósitos ilegítimos son los pies de barro de cualquier orden político.
La segunda vía para romper con la inestabilidad es que uno de los enanos crezca, se convierta en Gulliver y someta a todo el resto. Teóricamente es una opción. Pero, como ya he mostrado, en la práctica es improbable. Nuestros enanos no tienen organizaciones, ni bases, ninguno es carismático, nadie es brillante, casi todos son novatos sin carreras políticas y la gran mayoría guarda una anticuchería entera en el ropero. Algunos tienen plata como cancha, es verdad. Pero la billetera sola no alcanza para encubrir las otras falencias.
Entonces, a no ser que ocurra el milagro de la cooperación por objetivos legítimos los terremotos seguirán sacudiéndonos. La derecha puede seguir soñando que al desalojar a Castillo esto se compone (¿se acuerdan cuando defendían que una vez Humala saliera prosperaríamos a todo vapor?) y la izquierda puede seguir desvariando con la nueva Constitución que habrá de curarlo todo. Ninguna de las dos ocurrirá. Nos aguarda más mediocridad. Por eso este fin de año mientras coma las doce uvas de rigor, mi deseo desesperanzado para el 2022 será que cuando nuestros políticos se vean al espejo distingan con nitidez que son unos enanos mediocres. Sería un buen inicio. Pero tal vez más importante resulte desear que la población vea con claridad que ninguno de los enanos puede ser el salvador de la patria.