Se trata por supuesto de un gobierno débil que asumió el poder en medio de una emergencia, es de justicia no olvidarlo. La debilidad no solo es del Consejo de Ministros, también de la complicada relación con el Congreso.,Se cumplieron cien días del gobierno del presidente Vizcarra. Según GfK, la aprobación a su gestión cayó del 52% de los encuestados en abril a solo 29% en junio, y la desaprobación pasó del 23% al 56%. Terminó la participación de nuestro país en el mundial de fútbol, y de vuelta a las preocupaciones domésticas, el gobierno tiene todavía muy poco que exhibir; nadie espera grandes resultados en tan poco tiempo, el problema es que la orientación general del gobierno no queda clara. La caída del ministro de la Producción, Daniel Córdova; las idas y vueltas en temas fundamentales como el manejo del impuesto selectivo al consumo; la renuncia del Ministro de Economía, David Tuesta; contradicciones en el manejo de diversos temas en sectores como Educación, Cultura, Desarrollo Social y otros consolidaron la imagen de un gobierno que todavía no sabe lo que quiere. No parece intentarse hacer mucho, parecen hacerse cosas obligados como respuesta a crisis, y que se resuelven concesivamente. Y cuando se intentan hacen cosas, afloran contradicciones que llevan a nuevas parálisis. Todo esto en medio de un entorno fiscal complicado, que está llevando a lógicas de restricción de gasto no siempre bien resueltas, que limitan aún más las posibilidades de implementar políticas. Se trata por supuesto de un gobierno débil que asumió el poder en medio de una emergencia, es de justicia no olvidarlo. La debilidad no solo es del Consejo de Ministros, también de la complicada relación con el Congreso. Se sabía que era necesario contar con apoyo en el legislativo, pero se era consciente de que la bancada de PPK resultaba insuficiente. El acuerdo con el fujimorismo resulta indispensable, pero el tiempo también mostró que éste no puede ser un apoyo confiable: la ley sobre publicidad estatal, la supervisión de las cooperativas por la Superintendencia de Banca y Seguros, obligan a replantear la relación con el Congreso. Pero en estos cien días también el fujimorismo debería reevaluar su estrategia. La aprobación a la actuación de Keiko Fujimori ha caído de manera importante, y nuevamente se percibe una actitud “desestabilizadora” frente al ejecutivo por parte de la oposición. Keiko F. tuvo que pagar un precio alto para mantener el control, la unidad y el tamaño de la bancada, lo que se expresa ahora en la libertad que parecen tener iniciativas particularistas que pululan por doquier: intereses conservadores en contra del enfoque de género en educación, a favor de discursos militaristas en cuanto al combate al crimen, al papel de las Fuerzas Armadas en los años del combate al terrorismo, o preocupantemente permisivos, por decirlo de algún modo, con propuestas que en la práctica limitan la posibilidad de controlar mejor la penetración de dineros ilegales en el sistema bancario o en el sistema político. También en el perfil de las alianzas que se establecen en las elecciones regionales y municipales de octubre; Keiko parece haber optado, de manera similar a la elección anterior de 2014, o la congresal de 2016, por contar con candidatos con recursos e influencia ante los poderes locales, antes que por posturas programáticas; la pelea con Fernando Cillóniz es muy elocuente de sus opciones actuales. Para el gobierno de Vizcarra, pensar en llegar al 28 de julio con mucho más que buenas intenciones resulta fundamental. Sin partido, sin mayoría, sin aprobación ciudadana, frente a un fujimorismo descarrilado, su única base de sostenimiento será el respaldo que puedan suscitar sus iniciativas de política, sus propuestas de reforma. Sin ellas, se queda prácticamente con nada.