La Declaración de los Derechos del Niño señala que "el niño (y la niña), por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal". Estos lineamientos coinciden directamente con el artículo 4 de la Constitución peruana, que muchos dicen defender, el cual establece que “la comunidad y el Estado protegen especialmente al niño y al adolescente (…)”.
Pese a este marco legal, en las últimas horas, el Congreso y el Gobierno se han encargado de colocar en situaciones de mayor vulnerabilidad a los niños y niñas peruanos.
La primera embestida vino desde el Parlamento, que el jueves 7 de noviembre aprobó en segunda votación el proyecto de ley que incorpora a los adolescentes de 16 y 17 años como imputables del sistema penal de adultos. Ahora será posible encarcelar a adolescentes en pleno desarrollo en un sistema penitenciario nacional crítico e incapaz de cumplir con la resocialización.
Cabe señalar que, según datos estadísticos del Ministerio Público, en 2023 la participación de adolescentes en hechos de criminalidad representó el 1.5 % de las detenciones, y solo 1 de cada 100 personas denunciadas por cometer delitos era adolescente. De hecho, los datos muestran que las denuncias contra menores de edad por la comisión de delitos son hoy en día significativamente menores que en los años previos a la pandemia.
¿Es, entonces, esta una medida que realmente aborda la prevención del crimen y garantiza la seguridad ciudadana? No. Se trata, más bien, de un uso vergonzoso de los niños y niñas como parte de una campaña de populismo penal sin respaldo alguno de evidencia que demuestre su efectividad.
Lo que sí sabemos de los denominados “menores infractores”, según el II Censo Nacional de Población de Centros Juveniles 2024, es que el 62.9 % de ellos no concluyó la secundaria, más de la mitad repitió algún año escolar, el 63.2 % sufrió abandono por parte de sus padres, y el 80 % comenzó a trabajar entre los 12 y 14 años.
Estos adolescentes necesitan una verdadera protección y garantía de sus derechos, desde la primera infancia, por parte del Estado y de sus servicios públicos, lo cual constituiría un real cumplimiento del principio de “interés superior del niño”.
Sin embargo, en lugar de promover una educación pública de calidad y presencia continua en la vida de los estudiantes, que permita también prevenir que se acerquen a conductas de riesgo que puedan desencadenar en delito, el Gobierno trata la educación pública como un bien de segundo orden.
Hace poco más de un mes, frente al primer paro de transportistas en Lima, el Ministerio de Educación (MINEDU) esperó hasta la misma mañana para pasar las clases a modalidad virtual, cuando muchos niños ya estaban camino a sus escuelas y sus padres o apoderados tuvieron que ingeniarse, cuando podían, para adaptar condiciones de virtualidad para sus hijos.
Esta vez, las últimas disposiciones del sector, emitidas a primera hora del viernes 8, han decidido que las escuelas públicas y privadas de Lima y Huaral pasen a clases virtuales los días 11, 12 y 13 de noviembre, previos al inicio de la APEC, lo que sumado a los dos días no laborales del 14 y 15, resulta en una semana completa de cierre de las escuelas. Son 2.4 millones de estudiantes que perderán 4 millones de horas de clases presenciales.
Para este gobierno, la “buena imagen del país” implica esconder bajo la alfombra no solo la desaprobación de la ciudadanía —a quien se ha amenazado con acusaciones de traición a la patria si intenta protestar—, sino también su incapacidad para gestionar un país y una capital envueltos en desorden, inseguridad y pobreza.
Pese a que todos los datos e informes de las principales entidades educativas del mundo han explicado los efectos de la educación virtual sobre los niños y adolescentes durante la pandemia, y a que los países más desarrollados tuvieron la claridad de priorizar el retorno a las clases presenciales para garantizar los procesos formativos y el desarrollo de sus futuras generaciones, el ministro Morgan Quero ha tenido el descaro de señalar que “no perdemos nada con las clases remotas”.
Podríamos decir que el ministro desconoce la realidad de los miles de estudiantes que asisten a las escuelas públicas del país y de la capital, desconoce la realidad de los maestros y maestras que hoy hacen malabares para cumplir con su trabajo; pero la verdad es que no creo que la desconozca: la desprecia. Solo así se explica que el ministro de Educación permita que su sector, el más relevante para el desarrollo de los peruanos y peruanas, quede en un segundo plano frente a una pretendida “buena imagen”.
Tendremos que preguntarnos en algún momento cuánto y cómo afecta a nuestros niños y niñas vivir bajo un régimen autoritario, indiferente a sus necesidades, un régimen que asedia sus derechos y vulnera su bienestar.
La periodista Anuska Buenaluque ha dicho que "La herencia de Dina será la polarización, la pobreza y el desprecio por la vida". Si no hacemos algo, los herederos de ese oscuro legado serán nuestros niños y niñas.