Las imágenes de dos actividades oficiales, una con participación de la mandataria y la otra de un ministro de Estado, tienen en común que ambas expresan el nivel de hartazgo que ha alcanzado la población en relación con su presencia o la de miembros de su Ejecutivo.
En una de ellas, donde se iba a celebrar la inauguración de la Escuela Bicentenaria de Chosica, la población corre detrás de los autos oficiales coreando consignas con palabras gruesas y lanzando objetos. Otra en el Hospital María Auxiliadora de SJM, en donde el ministro de Salud, César Vásquez, también recibe un coro de silbatinas dirigidas a la presidenta, a los gritos de “fuera”.
Racionalmente, alguien con tan poca popularidad y que va cayendo aún más en las cifras, según las encuestas, tampoco puede esperar que la reciban con grandes muestras de afecto. Es unánime entre las encuestadoras que Dina Boluarte tiene menos de 5% del respaldo en estos meses finales del 2024. El resto de su Gobierno también está pésimamente calificado. Y allí se pueden explicar en primera instancia las reacciones de ayer en Lima.
Pero hay algo particularmente peligroso en este escenario de máximo desgaste de un régimen como el actual. Uno es la rabia de la gente que va concentrándose y que no tiene válvula de escape porque no se resuelven ni se resolverán sus demandas, por lo menos en este Gobierno. Y el segundo es que se aprecia el endurecimiento de las medidas represivas, en el entendido militar y policial de que constituye su deber defender el statu quo.
Esperemos que esta escalada de protestas y represión no vaya en aumento. Es un escenario peligroso para un evento internacional de la talla de APEC en apenas unos días y en el mediano plazo, de un proceso electoral que está ad portas.
Resulta aún más complejo si vemos que desde las regiones, casi espontáneamente, los pobladores van expresando su frustración. Trujillo y Ayacucho pararon ayer. Y ya hay agricultores heridos de bala y policías confusos. La convulsión social, que lamentamos de antemano, parece inevitable.