(*) Psicólogo social, Facultad de Comunicación, Universidad de Lima.
Hace pocos días, el presidente del actual parlamento, Alejandro Soto, repitió, una vez más (no es para nada el primero), que el Congreso es el primer poder del Estado. Como lo acaba de recordar Joseph Dager en un artículo en este mismo diario, no hay una sola línea en la Constitución que le otorgue dicho rol a los inquilinos de la Plaza Bolívar. El historiador evoca más bien el artículo 43 de la Constitución donde está escrito, de manera muy clara, que el Estado “… se organiza según el principio de la separación de poderes”.
Pero esa es la ley y los seres humanos, incluidos los congresistas, no actuamos solo en función a la formalidad de las leyes. Entran a tallar también los intereses personales o grupales, así como las normas y actitudes compartidas. En este caso, una cultura política que es más deudora de una lógica gamonal y patrimonialista (algunas veces delincuencial) que la expresión de convicciones republicanas. No todos comparten las mismas creencias, pero muchos parlamentarios consideran que son parte de un poder con pocos límites y casi ninguna necesidad de rendir cuentas.
La historia de los “mochasueldos” o la reciente denuncia sobre negociaciones con la Fiscalía son síntomas de una forma de entender y ejercer el poder. Dicho de una manera más cotidiana, prima la lógica de “el que puede, puede”. Eso no está escrito en la Constitución, pero parece ser la norma que orienta el comportamiento de muchos de los supuestos representantes.
¿Es la institución del Congreso la que promueve estas actitudes o así llegan los políticos al hemiciclo? La experiencia parlamentaria algo tiene que contribuir a esto, pero la situación de los partidos permite ver que el tema viene desde antes. Por eso es importante debatir la reforma de los partidos. Nunca hemos tenido agrupaciones políticas muy democráticas en su funcionamiento interno, y si algo había, se fue desmoronando. Luego del 2000 la continuidad electoral expuso más a los partidos.
Ya no hubo golpes militares que los sacasen del debate. Se fue constituyendo una corriente de opinión pública que demandaba mayor democracia interna, pero esto nunca se consolidó. Prácticamente no queda ninguno de los partidos previos al 2000. Los que todavía actúan lo hacen muy debilitados. Si antes los grupos políticos podían recibir dinero o servir de lobbies para grupos económicos formales diversos, hoy, como bien señaló Francisco Durand, la economía informal y delictiva se ha expandido y ha penetrado muchas de las instituciones del sistema político, incluidos los partidos.
Como este mismo investigador señaló, la cultura que acompaña estos emprendimientos es la transgresión. Esas son las normas que valen, no la Constitución u otras leyes. No serán todos los parlamentarios, pero las denuncias se acumulan y muestran que se filtra poco y se tolera mucho. En ese entorno, no sorprende que en el Congreso el debate sobre la reforma política sea casi inexistente.
¿Cómo cambiar algo así? Son importante las leyes, pero también los consensos que las sostengan. Es importante que frente a la cultura de la transgresión se manifiesten los ciudadanos y todas las instituciones que promueven una diferente escala de valores. No nos podemos quedar en asumir que “así son” y hay que ver cómo los regulamos. Por ejemplo, últimamente se han sumado grupos y líderes empresariales a ese pedido.
El sector empresarial formal tiene diversos retos por delante, hay mucho por cambiar y consensuar, pero lo que no puede primar, es guardar silencio. Es bueno abandonar la lógica de cuerdas separadas dejando que la primacía de intereses alejados del bienestar común siga avanzando y cope todo. Una política que funcione pasará por consensos mínimos que se construyan a través de la interacción de diferentes actores sociales que valoren un proyecto colectivo. Normas y leyes diferentes. No aceptar lo que hay.