(*) Economista y docente.
Aunque faltan varios meses para cerrar el año, ya es evidente que el 2023 será para el olvido. Con una economía claramente en recesión, con múltiples sectores productivos estancados o contrayéndose, con la inversión privada en retroceso, hay mucho para preocuparse y angustiarse, tanto en lo económico como en lo social, siendo casi seguro que este año nuevamente la pobreza aumentará, golpeando aún más a quienes ya han recibido golpes de sobra en el pasado.
A este escenario sombrío para la economía, en el que ya sobran los problemas, hay ahora que agregar otro problema más: el deterioro del equilibrio fiscal, con el desbalance entre las demandas de gasto y el estancamiento de los ingresos. En ese sentido, el recientemente publicado Marco Macroeconómico Multianual ha dado pie a cuestionamientos sobre la sostenibilidad fiscal.
Las proyecciones del MEF asumen, con marcado optimismo, que la economía se reactivará en el 2024, lo que impulsaría, con ello, la recuperación de los ingresos fiscales. Sin embargo, como ya vienen alertando desde el Consejo Fiscal, ese es un escenario en la cuerda floja; pues hay múltiples factores a considerar, como el fenómeno El Niño o la marcha incierta de la economía global, que pueden terminar descarrilando las previsiones fiscales.
De ocurrir así y enfrentarnos a un 2024 con las cuentas públicas en rojo, es probable que, como ya se vio en episodios anteriores, la respuesta frente al problema fiscal sea tan inadecuada como carente de imaginación: ajustarse el cinturón y recortar gasto hasta que los números te cuadren. Es decir, justamente cuando tenemos un escenario de recesión, cuando el sentido común y la lógica económica mas básica te dictan que lo que se requería es mayor inversión y gasto público para contrarrestar la desaceleración; paradójicamente, desde la ortodoxia ya se alzan voces pidiendo pegar el frenazo, de ser necesario, con lo que se agravaría la recesión.
La cuestión es que, más allá de la urgencia coyuntural, la debilidad de las cuentas fiscales en el Perú es un problema estructural persistente, uno de los pecados originales del tan mentado ‘modelo económico’, que hasta ahora no se resuelve. Lo cierto es que las reformas estructurales de los años 90 nos legaron una suerte de falacia: la ilusión del balance fiscal. Hay que decir ‘ilusión’, porque los números pueden eventualmente cuadrarse y mantener así el déficit en las cercanías al sacrosanto 1% del PBI. El problema es que ello sería el balance de la miseria: pocos ingresos y pocos gastos se traducen en poco crecimiento y poco desarrollo.
La realidad es que el Estado peruano recauda tarde, mal y nunca. Pese al crecimiento y desarrollo que la economía nacional ha alcanzado, seguimos teniendo un sistema fiscal del cuarto mundo, con niveles absolutamente insuficientes de recaudación. Somos los sempiternos candidatos a la OCDE, ese club de los países más desarrollados económica y socialmente, pero recaudamos escasamente la mitad del promedio que recaudan los miembros de la OCDE, medido en términos del PBI. En otras palabras: no la hacemos con una fiscalidad paupérrima. Pretensiones de país desarrollado con fiscalidad de infradesarrollado no combinan bien.
La crónica incapacidad de nuestra clase dirigencial para asumir una reforma fiscal integral, que aumente la recaudación sustancialmente, pero que también asegure un uso más eficiente y transparente de los recursos, es una de las mayores trabas para nuestro desarrollo. Con un Estado que recauda (y gasta) tarde, mal y nunca, las perspectivas frente a la crisis fiscal que se perfila no dejan mucho espacio para el optimismo.