El debate sobre la estructura del Congreso no es reciente. En el programa de ‘La encerrona’, con un interesante contrapunto entre los abogados y analistas Javier Albán y Milagros Campos, esta última nos recordaba que desde 1997 se comenzó a plantear volver a la bicameralidad, lo cual se ha repetido en los periodos parlamentarios desde entonces. En los últimos años, probablemente nuestro recuerdo más vívido proviene del rechazo en el referéndum de 2018 (por 79% de la población).
Detractores de la bicameralidad emplean la votación en esta consulta popular como un argumento que prohíbe retomar la discusión. No creo que la negativa ciudadana pueda ser un impedimento absoluto para repensar si el Congreso puede ser unicameral o bicameral. Incluso si se acepta la prohibición de la Ley Nº 26300, la ley desaprobada en referéndum permite una nueva propuesta tras dos años.
Sin embargo, sí considero que la negativa ciudadana exige que previamente se obtenga mayor legitimidad, y no que se perciba como imposición o como un intento por permanecer en la nueva cámara o rehabilitar la reelección. No contribuye que el proyecto haya sido intempestivamente reingresado a debate, las demandas de cambio de votos o que se esté buscando una nueva votación para que la aprobación provenga solo del Congreso.
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¿Qué beneficios puede traer la bicameralidad? Uno primero es la mayor reflexión, que se daría en dos Cámaras, y con la imposibilidad de exonerar de debate en comisiones o de segunda votación en el Pleno (como se ha generalizado). El poner esta pausa también puede promover recibir aportes de la ciudadanía. Privilegiar leyes más analizadas no derivará en sí mismo en que sean mejores, pero podría haber más valoración sobre su calidad, necesidad y compatibilidad con la Constitución.
Otro objetivo es el de mejorar la representación. Nuestro Congreso es uno de los menos representativos en la región, tanto por el número como por el modo de elección de las y los congresistas. Una verdadera representación exige una mejor ratio entre población y representantes, que además tengan una conexión más directa (en espacios territoriales y/o poblacionales —circunscripciones electorales— más pequeños). Pero este no es el único inconveniente.
Hoy privilegiamos que los 27 distritos electorales (los 25 departamentos con Lima Metropolitana diferenciada de Lima provincias y los peruanos en el extranjero) estén presentes, pero en función de la cantidad de población electoral. Se pierde la posibilidad, como sucedería con el Senado, de que haya parlamentarios que velen por los intereses nacionales (elegidos por circunscripción electoral nacional), que se busque también una representación territorial equitativa, o contar con representantes de grupos infrarrepresentados (como indígenas o afrodescendientes).
La mayor parte de Constituciones diseñó Congresos bicamerales (con la excepción de las Constituciones de 1823, 1867 y 1993, y la de 1826, como tricameral), pero el argumento histórico no parece ser la razón prevalente.
Si bien se puede creer en la bicameralidad, coincido con quienes, como Javier Albán, consideran que se hace necesaria mayor legitimidad para su aprobación, que provenga de un referéndum o al menos de un esfuerzo serio del Congreso por explicar las ventajas, así como de ciertos desprendimientos (como no permitir la postulación de los actuales congresistas en la nueva cámara). Y también, como los especialistas citados en esta columna, estimo que sus verdaderos efectos positivos solo se conseguirán si se crean reglas que diseñen incentivos que promuevan la participación en política (como regresar a la impopular pero necesaria reelección inmediata de congresistas) y que impliquen repensarnos y reforzar los mecanismos de representación.