El debate en torno a las redes sociales y la gobernabilidad democrática ha experimentado un giro importante en los últimos años. El advenimiento de plataformas como Facebook y Twitter hace más de una década trajo consigo discusiones sobre su capacidad para democratizar espacios de intercambio, amplificar el poder de las organizaciones de la sociedad civil para participar en la toma de decisiones y permitir el libre acceso a información plural y relevante para la ciudadanía.
Hoy, el tenor de la discusión es mucho menos favorable. En un ensayo publicado en la revista Democracia (2019), el director de Laboratorio Ciudadano de la Universidad de Toronto explicó que hay tres verdades dolorosas recientemente aprendidas sobre las redes sociales.
La primera es que el modelo de negocio de estas plataformas se basa en la vigilancia ineludible de nuestros datos personales; la segunda es que nosotros permitimos ese nivel extremo de vigilancia voluntariamente o por desconocimiento; y, tercero, que las redes sociales son más compatibles con el autoritarismo de lo que pensábamos, y que, de hecho, es uno de sus facilitadores más eficaces. ¿Cómo? Gracias a la vigilancia, el control y la manipulación.
Pocas personas leen los términos y condiciones de un servicio y, por ende, desconocen cuánta información personal está siendo recopilada y comercializada. ¿Qué pasaría si los Gobiernos también obtuviesen acceso a nuestros perfiles de comportamiento? El sistema de crédito social chino es un poderoso ejemplo. Asimismo, estas redes permiten la construcción de cámaras de eco en las que individuos que piensan de forma similar refuerzan sus creencias.
Actores organizados pueden manipular el flujo de información en estos espacios, coordinar ataques contra enemigos políticos o influenciar elecciones. La única forma de proteger la democracia en este contexto es ser conscientes de lo que toleramos y de sus implicaciones para la vida política y social de nuestro país.