En el año 92, el gobierno de Fujimori dio asilo a cerca de 93 venezolanos que participaron del primer intento golpista del dictador Hugo Chávez. Varios de ellos terminaron viviendo en casas alquiladas en distintas partes de Lima céntrica. Sobrevivían con trabajos eventuales y con el dinero que les enviaban sus familiares.
A fines de ese año, gracias a unos contactos, conseguí un trabajo de botones en lo que era el hotel El Condado Miraflores. El Perú acababa de derrotar a Sendero Luminoso y se respiraba cierto optimismo, a pesar de la dictadura. Cuando fui a la entrevista, en la recepción del hotel había tumulto. Eran los militares insurrectos que habían ido a recibir a la tripulación, pilotos y asistentes de cabina de la desaparecida Viasa para recibir y mandar cartas a Venezuela.
El inconfundible dejo caribeño inundaba el ambiente. Me sentía dentro de novelas de Guillermo Dávila, o en novelas como Cristal, Amazonas o dentro de un video musical de Ricardo Montaner, Carlos Mata, Ilan Chester, Franco de Vita o Giordano, que marcaron tanto mi adolescencia. Desde mi ignorancia y frivolidad, imaginaba Venezuela como una sucursal de Miami, ciudad en donde durante la era de la “Venezuela Saudí”, por el petróleo, se hizo famosa la frase: “ta barato, deme do”, que hacía referencia al derroche.
En los 60, hasta los 80, la “Venezuela Saudí” recibió millones de migrantes de Europa y el resto de América que veían en ese país a la tierra de las oportunidades, casi 300 mil peruanos entre ellos. Fueron a probar suerte, a trabajar a la “próspera” Venezuela, que tan bien escondía las profundas inequidades y una galopante corrupción que terminó incubando la tiranía chavista. Mi primer viaje fuera del país fue a Caracas, con los ahorros de mi trabajo cargando maletas en El Condado. Hice muchas amistades venezolanas, entre Viasa y los insurrectos.
Con algunos de ellos hasta salíamos de juerga. Gracias a esa amistad, me animé a conocer ese maravilloso país cuya modernidad, malls e infraestructura me deslumbraron. Incluso uno de mis primeros amores fue con una chica venezolana de Isla Margarita, cuyas cartas y faxes aún conservo. Estuve un mes en ese maravilloso país que ahora nos ha inundado de panas, para bien, por supuesto, pero también para mal. Me duele decir “venezolano” cada vez que alguien de esa minoría criminal tan ruidosa comete una atrocidad. Me pasó lo mismo, al revés, en Argentina, sentí el estigma con los paisanos peruanos. Es lo que es.