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Opinión

El honor de alguien, por Cecilia Méndez

“Convertir el Ministerio de la Mujer en el Ministerio de la Familia es despojar a la mujer de su individualidad, reducirla nuevamente a un ser subordinado”

larepublica.pe
Violencia contra la mujer

Mi tía Doris tiene 80 años, el pelo corto bien arreglado, una expresión cálida y muchas historias que contar. La última me impresionó tanto que tengo que empezar por allí. En 1982 la invitaron a un evento en el extranjero. Con mucha ilusión empezó a alistar planes para lo que iba a ser su primer viaje fuera del Perú. Pero se topó con un obstáculo no previsto: no podía viajar sin permiso notarial de su marido. ¿Querría su marido darle permiso? Prefirió no arriesgar. Entonces, con la ayuda de mi hermana y una amiga consiguió un permiso bamba y se fue.

En este entonces, Doris tenía 40 años y yo 22. Hubiera podido pasarme a mí de haber estado casada. ¿Qué? ¿1982? Me cuesta procesar que esas cosas existieran todavía al empezar mi vida adulta. Eso fue hace apenas 40 años. Es decir, casi tres décadas después de que las mujeres conquistaran su derecho al voto, debían ser tuteladas, controladas, vigiladas. Su libre albedrío era impensable, tal vez peligroso. “Cuidar”, “tutelar”. Pero ¿cuidar de qué, de quién? Hoy se puede demostrar con estadísticas lo que muchas de nosotras hemos sabido porque les pasó a nuestras hermanas, amigas o a nosotras mismas: que alrededor de un 70 % de violaciones y hostigamientos sexuales contra menores, la abrumadora mayoría de ellos niñas y adolescentes, es cometida por un hombre de su entorno familiar: padres, padrastros, tíos, entre otros. Y sin embargo, existe ahora mismo en el Congreso peruano una iniciativa legal para convertir el Ministerio de la Mujer en el Ministerio de la Familia; esto es, despojar a la mujer de su individualidad, de su ser persona, reducirla nuevamente a un ser subordinado, propiedad de, esposa de; el “honor de alguien”, como tan bien lo puso Irma del Águila en alusión al personaje central de su novela La mujer rota.

En un artículo de lectura obligada, “Pulsiones nerviosas en un orden craquelado: desafíos, caballerosidad y esfera política (Perú, 1883-1960)” (Histórica, XXXV.1. 2011: 141-184), la historiadora y poeta Magdalena Chocano explica precisamente hasta qué punto el honor era un atributo masculino en su brillante análisis de la institución del duelo, una práctica prevalente entre los sectores altos de la sociedad peruana hasta bien entrado el siglo XX. Chocano sostiene que la práctica del duelo “se hallaba estrechamente vinculada al honor, del que los hombres aspiraban a ser los únicos detentadores y guardianes. Las mujeres debían ser depositarias del honor, pero no se aceptaba que pudieran responder activamente por ese atributo”. Para Chocano, el duelo se constituyó en un “mecanismo para evitar y limitar la libertad de expresión y el debate”. La aceptabilidad del duelo por buena parte de la élite política y social, pese a su proscripción legal “puede verse”, continúa, “como concomitante con la represión de la organización política en el país y [el] mantenimiento de un tipo de dominación patriarcal que requería la prolongada exclusión de las mujeres de la ciudadanía”. Otro punto importante en su análisis es el factor clase. Pues si bien el honor era un terreno de disputa eminentemente masculino, no estaba abierto a todos los sectores sociales. Igual que las mujeres independientemente de su clase social, los hombres de las clases trabajadoras tampoco eran considerados detentadores de honor, y por tanto no les era dado defenderlo en un duelo, una mentalidad de la que no se libraban ni los intelectuales progresistas más lúcidos. Chocano analiza, entre otros, el caso de Manuel González Prada, quien después de haber proferido frases despectivas contra los artesanos, se negó a aceptar el duelo al que fue retado por uno de sus representes porque “negaba a los trabajadores el derecho a ‘clamar’ contra él, es decir, a cuestionar sus aseveraciones, en cuanto las consideraba inspiradas en una moral superior”, apunta Chocano.

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Veamos ahora el caso de Vicky, 68 años (o casi), el pelo corto bien arreglado, mirada chispeante y muchas historias que contar. Son bastante más duras, porque, a diferencia de Doris, Vicky tuvo que trabajar desde muy niña, soportando los rigores de las alturas de Apurímac, en donde nació, en el seno de una familia campesina. Cuando tenía 8 años, sus padres, que no tenían hijos varones, preocupados por quién trabajaría sus tierras, cuenta Vicky, la vendieron en matrimonio a un señor. Vicky, que los había oído detrás de la puerta, horrorizada, logró escapar de ese sino, fugándose del pueblo con una amiguita, y esperanzada en las promesas de un tío de llevarlas a Lima. A los 8 años, Vicky terminó trabajando de empleada del hogar en Lima, sin recibir paga alguna y sin ir al colegio, sufriendo humillaciones. Cuando se casó a los 15, tuvo que cuidar no solo a sus hijos sino a los hijos de otros, y trabaja limpiando casas hasta el día de hoy.

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Hoy ya no hay duelos y las mujeres no tienen que pedir permiso notarial a sus maridos para viajar al extranjero. Hoy podemos ejercer cargos públicos y ser reconocidas en nuestras profesiones. Pero la situación para las niñas y mujeres de los sectores rurales en pobreza económica sigue siendo poco auspiciosa; las mafias de la trata de personas, por ejemplo, están siempre al acecho. A nivel global, y como respuesta a los derechos conquistados, una arremetida política misógina y antiderechos se hace sentir. La eliminación del derecho constitucional al aborto en EE. UU. es una muestra palpable. En el Congreso peruano, el cerronismo y la ultraderecha se alían en materia educativa y de derechos sexuales y reproductivos convirtiendo el cuerpo de la mujer en un campo de batalla. Tal vez porque, despojados de las protecciones legales y de la costumbre que aseguraban su lugar dominante como varones, muchos han visto en el cuerpo de la mujer la última frontera donde ejercer su poder. Toca cuidarlo y no permitir que otros, ni otras, decidan por nosotras. Si bien hay mucho que celebrar, los desafíos no son pocos. No podemos bajar la guardia.