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Opinión

Repensar el futuro inmediato

“Si la pandemia permanecerá por lo menos hasta el 2023, no habrá sociedad que pueda apelar a restricciones sociales por un período tan prolongado de tiempo”.

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Resiliencia. Negocios que se dedican a la venta de comida, que venían reactivándose lentamente, desde hoy deberán readaptarse al delivery y venta para llevar. Foto: Flava Matos/La República

Tras un año de estrés pandémico, la llegada de las vacunas y los avances del proceso de vacunación han significado una luz al final del túnel. Sin embargo, las noticias de las últimas semanas también apuntan a que la siguiente tarea prioritaria de los gobiernos del planeta es replantear cómo será la gestión de lo que queda de la pandemia. Porque si bien la rapidez con la cual la ciencia ha desarrollado las vacunas creó la ilusión de que era posible que el 2021 fuese el último año de la crisis del COVID-19, hay al menos tres variables que apuntan a que el virus nos acompañará algunos años más.

Las tres variables tienen un grado de relación entre sí: (i) el tiempo que tomará vacunar al 80% de la población mundial para alcanzar la inmunidad de rebaño, algo que puede tomar al menos hasta el 2023; (ii) la resistencia de una parte no menor de la población a que le inoculen las vacunas; y (iii) las variantes del virus y su capacidad para evadir los anticuerpos generados por los primeros contagiados y por las vacunas, lo cual conllevará la necesidad de actualizarlas periódicamente.

No es que las vacunas no sirvan. De hecho, en los países que más han avanzado con la vacunación se ha reducido la letalidad y la necesidad de camas UCI. El problema es que los tres puntos planteados hacen prever que el riesgo de contagio se mantendrá latente por un período más prolongado de tiempo.

Al respecto, en su última edición The Economist ha llamado la atención sobre la posibilidad de que la pandemia se vuelva endémica y que los gobiernos de todo el mundo “tendrán que decidir cuándo y cómo cambiar de medidas de emergencia por políticas que sean económica y socialmente sostenibles de forma indefinida”.

En este sentido, mirando hacia atrás, es posible afirmar que el gobierno de Sagasti acertó en su apuesta por buscar un balance entre salud y economía, y en persistir en ello a pesar de la presión de especialistas en salud que reclamaban una cuarentena más rígida. Porque ya debería estar claro que la gente no está dispuesta a paralizar sus actividades y someterse – nuevamente– a la incertidumbre de sobrevivir con la precariedad de ingresos que originó la cuarentena de la primera ola. Ni confían en el Estado ni los S/ 600 del bono les son suficientes ni llegarán a tiempo.

Pero el problema ya no es solo económico y sanitario. Si la pandemia permanecerá por lo menos hasta el 2023, no habrá sociedad que pueda apelar a las restricciones sociales por un período tan prolongado de tiempo. Así como la economía no aguanta, los seres humanos tampoco.

De ahí la necesidad de que el gobierno amplíe su lógica de buscar un balance entre salud y economía para incorporar la variable social y replantear así la forma en que convivimos y usamos los espacios públicos. Por ello es indispensable ir más allá de medidas económico productivas tales como permitir a los restaurantes que usen los espacios abiertos colindantes. Este debería ser apenas el inicio de un proceso más amplio de habilitación de espacios públicos al aire libre, acondicionados para el esparcimiento y para que sean seguros.

Se trata de un desafío tremendo para el mundo en general. Lo es más para Estados y sociedades como los peruanos. Lo que queda de la pandemia acentuará la necesidad de fortalecer no solo las políticas sociales o el sistema educativo, sino también el rol que le toca cumplir en el corto plazo a instituciones como el Ceplan o el Ministerio de Cultura, y también a mecanismos de coordinación intergubernamental como los GORE Ejecutivos. La crisis puede ser una oportunidad para que el Estado asuma responsabilidades largamente postergadas.