La asonada contra el Capitolio instigada por las mentiras, desvaríos y odios de Donald Trump ha sido uno de los capítulos más bizarros en la historia de la democracia de los Estados Unidos. Durante tres horas, un grupo de fanáticos del presidente de los Estados Unidos —disfrazados de búfalos, con uniformes militares, algunos armados— ocuparon la sede del legislativo norteamericano.
Su propósito era interrumpir la ratificación de Joe Biden como nuevo presidente del país, forzando al vicepresidente Mike Pence a interrumpir el proceso, violando flagrantemente la Constitución y asestándole un zarpazo definitivo a la institucionalidad democrática del país. En otras palabras, a perpetrar un autogolpe de Estado que invistiera a Trump como dictador y desechara la voluntad ciudadana expresada en las urnas.
A este extremo se ha llegado por culpa de Trump que, desde el día en que asumió la presidencia, se dedicó a socavar las instituciones de la democracia de su país, instaurando el odio como ideología, el embuste como argumento y la matonería, la anarquía, el mal gusto, el descaro y la improvisación como estilo de gobierno.
Dentro de la larga lista de mentiras que Trump prorrumpió durante su paso por la Casa Blanca (hasta mediados del año pasado sumaba más de 20 mil), la última y más peligrosa fue la repetida alegación de fraude en las recientes elecciones. En las últimas semanas, sus abogados presentaron más de 60 demandas que fueron rechazadas por todos los tribunales que las vieron, por la Corte Suprema, por el fiscal general y lograron empujar a un recuento manual de votos en Georgia que confirmó los resultados originales.
Por si esto no fuera suficiente, hay evidencias de que es el propio Trump quien ha intentado torcer la voluntad popular, como la llamada publicada esta semana donde presiona al secretario de Estado de Georgia a inventar los casi 12 mil votos que necesitaba para ganar en la localidad.
A estos extremos se llegó gracias al silencio del partido republicano, que se dejó llevar de las narices por la megalomanía de Trump. Su reacción luego del ataque al Capitolio es tardía y no borra su sometimiento cómplice de los últimos cuatro años. Sin embargo, junto con la hemorragia de renuncias en su círculo de asesores —que ha sumido a su administración en un caos si cabe peor—, la posición crítica del partido ha servido para terminar de aislarlo, forzándolo a admitir los resultados electorales y reconocer su derrota como medida desesperada para minimizar sus responsabilidades penales.
A pesar de ello, dentro de Washington hay voces que aseguran que, luego del asalto al Capitolio, Trump no puede mantenerse en el cargo los más de diez días que le quedan, pues aprovechará este tiempo para seguir desplegando toda su capacidad destructiva. Ahora mismo, se debate si aplicarle la enmienda 25 de la Constitución para echarlo o, en su defecto, emprender un nuevo proceso de impeachment en su contra. Cualquier desenlace será patético, a la altura de este personaje que, con su presidencia de caricatura, esfumó el liderazgo de los Estados Unidos y lo convirtió en el hazmerreír del mundo.