A la luz de los últimos resultados electorales, en los que el fujimorismo logró mayoría absoluta en el Congreso, algunos evalúan la conveniencia de introducir cambios en las reglas electorales e institucionales que rigen el funcionamiento del régimen político. Se piensa sobre la conveniencia de un sistema de representación proporcional con “cifra repartidora” que hace que 36% de los votos congresales se transformen en 56% de los escaños, y se propone buscar fórmulas más “estrictamente proporcionales”. De otro lado, algunos analistas han insistido en la vieja crítica a nuestro régimen político híbrido, que ni es plenamente presidencialista (el Congreso puede destituir al presidente, aprueba la designación de los ministros y puede destituirlos) ni tampoco parlamentarista (el presidente electo con el voto popular es el jefe del gobierno y designa al Consejo de Ministros). En días recientes Sinesio López ha recordado estos asuntos y ha abogado por una reforma constitucional a través de una asamblea constituyente. A diferencia de mi estimado colega, mi opinión es que la fórmula peruana no es necesariamente mala. Si bien es presidencialista, lo atenúa forzándolo a negociar con el Congreso. Si algún defecto tiene es que el Congreso parece tener demasiado poder: en una pugna con el ejecutivo, quien finalmente tiene la sartén por el mango es el Congreso, que puede censurar ministros individuales de manera ilimitada, sin dar excusa al ejecutivo para cerrar el Congreso y convocar a elecciones. En todo caso, parece mucho peor que el presidente pueda cerrar el Congreso y convocar inmediatamente a elecciones, que es lo que hicieron de alguna manera Fujimori, Chávez, Correa, Morales, para construir supermayorías y minar la democracia representativa. Lo que a mí me llama la atención en este debate es cuán radicalmente parecen cambiar nuestras percepciones del papel de las reglas según cuán convenientes o no nos parecen los resultados, a la luz de nuestras preferencias particulares. Así, entre 1993 y 2000, muchos que ahora lamentan el gran poder del Congreso denunciaban que la Constitución de 1993 era “hiperpresidencialista”, y que estaba diseñada “a medida” para un gobierno autocrático. Y en esos años teníamos un Congreso electo en distrito único nacional, es decir, un sistema perfectamente proporcional, que es lo que parece reclamarse ahora, que era criticado entonces por centralista y autoritario. Caído el fujimorismo, la tarea democrática era fortalecer el parlamento y la representación regional: por ello instauramos distritos departamentales, a pesar de que iban en contra de la proporcionalidad (al tener circunscripciones más pequeñas). Lo paradójico es que ahora pareciera que algunos que antes proponían reformar la Constitución de 1993 por presidencialista y autoritaria, ¡ahora lo hacen por lamentar el poder excesivo al parlamento frente al ejecutivo! Digamos que una razonable crítica a la conducta del fujimorismo no debería arrastrar con ella al régimen político y al sistema electoral. A mí me parece que la moraleja de esta historia es que el problema no está tanto ni en la Constitución de 1993 ni en la cifra repartidora, sino en el débil compromiso democrático de nuestros actores políticos, en la extrema volatilidad del voto, en la debilidad de nuestros partidos. Y en cuanto a la relación entre ejecutivo y parlamento, lo razonable es aceptar una realidad política que obliga a la búsqueda de consensos mínimos que permitan la gobernabilidad, antes que lamentar esos resultados y agarrárselas con las reglas que supuestamente dieron lugar a éstos.