Cuando Kuczynski, al final de la campaña, usó la palabra narcoestado para describir lo que se nos vendría con un gobierno fujimorista, eligió la palabra correcta. En términos electorales, lo hizo en el momento preciso, pero, en términos históricos, quizá fue demasiado tarde. El narcotráfico ha intentado servirse del Estado peruano desde hace unos setenta años. En 1949 fueron capturados, en EEUU y el Perú, ciento cuarenta miembros de una organización de traficantes dirigida por el peruano Eduardo Balarezo, un ex marinero que utilizaba como burriers a sus antiguos compañeros de armas y como medio de transporte los barcos de la Marina de Guerra del Perú. Balarezo fue el Pablo Escobar de su tiempo. Lo acusaron de haber financiado con 60 mil dólares de entonces los motines apristas de 1948, con dinero entregado a Haya de la Torre. Su apoyo al APRA, según se dijo, era dado a cambio de que, en un eventual gobierno de Haya, las aduanas quedaran en manos de su mafia. La relación con el APRA no fue demostrada, pero lo demás sí, y solo fue el primer ejemplo del acercamiento del narcotráfico al Estado. De allí vinieron los viajes del general Tweddle, el narcoavión de Fujimori, la sociedad de Montesinos y Vaticano, la protección de Keiko Fujimori a las hijas de Olluquito, los narcoindultos de Alan García, la captura del Vraem, etc. Hay una estructura ya construida dentro del Estado, sólida en el Poder Judicial, cada vez más estable en el Legislativo y que acosa y cerca al ejecutivo para retomarlo cada cinco años. El narcoestado no vendrá después del estado actual: crece dentro de él.❧