Pedro Pablo Kuczynski debe reconocer una serie de cosas. Una es que su paso a la segunda vuelta se debió a la fraudulenta descalificación de Julio Guzmán, un candidato que representaba el emprendedurismo capitalista pero no el neoliberalismo al estilo PPK. Otra es que su salto de 21.5% en la primera vuelta a 50.12% en la segunda no se debió a alianzas partidarias, sino al movimiento antifujimorista, que en primera vuelta se volcó a favor de dos candidatos de izquierda: Verónika Mendoza y Alfredo Barnechea. La tercera es que Kuczynski no hubiera ganado la elección sin la valiente adhesión de la lideresa del Frente Amplio, que lo apoyó a la vez que anunciaba que sería oposición a su gobierno, lo que deja a Kuczynski en la peculiar posición de quien ha alcanzado la presidencia gracias a sus futuros opositores. La cuarta es que esos opositores han votado en contra de la inminencia del narcoestado y como protesta frente a la corrupción del actual sistema partidario. Han votado por la muerte civil de los corruptos y los delincuentes, y no esperan que el nuevo gobierno entre en alianza con ellos sino que siente las bases para que el sistema judicial los ponga tras las rejas y los inhabilite para siempre de cualquier cargo en la estructura del Estado. Si Kuczynski empieza su gobierno pactando con aquellos que han sido rechazados por el voto popular, lo estará inaugurando con una traición y se convertirá en un presidente impopular de manera instantánea, ante una oposición democrática que ha mostrado ser dueña de las calles y la única con capacidad de hacer sentir la voz del pueblo.❧