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Domingo

Roxana Garmendia: “Lo que pasa en Gaza es la negación de todo el derecho internacional”

La abogada peruana, exoficial de Naciones Unidas en derechos humanos, habla de su larga trayectoria en países en conflicto como Ruanda y Afganistán, y de la crisis humanitaria en Medio Oriente.  

Entre abril y julio de 1994, en Ruanda, los hutus, la etnia mayoritaria, trató de exterminar a la población tutsi. En los cálculos más conservadores, fueron asesinadas 800 mil personas. Naciones Unidas mandó a un equipo de oficiales para investigar estos crímenes. Todos ellos iban con un código que protegía su identidad. La peruana Roxana Garmendia, abogada de derechos humanos, usó el nombre clave de Hotel Romeo 6.5, mientras recorría poblados por los que se había extendido el horror. En su libro Un camino diferente cuenta parte de esa experiencia, también sus viajes por Sudán, el Congo, y Afganistán, en el breve tiempo en el que este país vivió libre de los talibanes. Es el testimonio de una mujer comprometida con el derecho internacional y la reparación a víctimas de crímenes atroces.

Parece que lo primero que le ocurre a un funcionario de Naciones Unidas que trabaja en derechos humanos y que va a viajar a una zona crítica es que debe acostumbrarse a los pinchazos en el brazo, porque debe vacunarse varias veces…

(Sonríe) Recuerdo eso con emoción, había que tener los brazos listos. Naciones Unidas trata de tomar medidas que puedan prevenir riesgos en su personal, entonces pasamos por esos test obligatorios para cuidar nuestra salud. Y, además, como parte de los preparativos para ir al terreno, hay que tomar conocimiento del país al que uno va, documentarse lo más posible. Y en esa época, cuando inicié, no había internet. Ahora eso es una facilidad. Todos los documentos están a nuestro alcance. Pero en ese entonces, no había información. Con lo de Ruanda, por ejemplo, yo no conocía dónde quedaba ese diminuto país.

Voy a insistir un poco más con el tema médico. ¿Qué previsiones toman aparte de las vacunas? ¿Reciben cursos básicos, aprenden, por ejemplo, a ponerse sus propias inyecciones?

No tanto. Pero sí recuerdo que nos daban catálogos, por ejemplo, para prevenir la malaria, de la que tuve varios episodios (se ríe). Las misiones han evolucionado mucho. Ruanda fue la primera misión que envió la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. La propuesta para la creación de este puesto fue hecha por Costa Rica, en 1993. Y el primer alto comisionado fue el exministro de Relaciones Exteriores de Ecuador, José Ayala-Lasso, y de pronto le cayó encima el genocidio. Había mucha presión sobre él.

Lo primero que usted vio al llegar a Ruanda, en el aeropuerto de Kigali, fueron los restos partidos a la mitad del avión en el que había sido asesinado el presidente.

Sí. Para mí fue impactante. Era la primera vez que pisaba tierras africanas. El aeropuerto de Ruanda era desértico. No era un aeropuerto con pasajeros, funcionarios. Era como una pequeña casa donde no se veía orden. Era 1994. Cuando uno salía estaban las camionetas de Naciones Unidas esperándonos y a continuación el avión partido. Habían pasado tres o cuatro meses del incidente.

Roxana Garmendia fue una de las primeras oficiales de Naciones Unidas en investigar las masacres en Ruanda. Foto: Archivo personal de Roxana Garmendia.

El genocidio, la limpieza étnica, dejó 800 mil ruandeses de la etnia tutsi asesinados, ¿cuál fue el cuadro de horror más impactante que vio en ese país?

Fueron tantos. El genocidio se presume en mínimo 800 mil personas, pero hay quienes dicen que fueron un millón. Por otro lado, si bien la mayoría de personas asesinadas fueron de la etnia tutsi, también hubo ciertos hutus, moderados, opositores al gobierno, que también fueron asesinados. En Ruanda hay tres etnias. Los hutus, que son la mayoría, los tutsis, la minoría, que hasta hoy sigue en el poder, y los batwa, son muy pocos, se les conoce como pigmeos y están en los bosques. A mí me tocó investigar el genocidio con unos médicos forenses, recolectar pruebas, porque se hablaba de la posible creación de un tribunal internacional que iba a juzgar a los grandes perpetradores, como efectivamente ocurrió, unos meses después. Con ellos recorría sitios de masacres, sobre todo iglesias, donde se veían los cuerpos esparcidos, las paredes manchadas.

¿Recuerda alguna localidad en específico?

Gitarama, su iglesia. ¿Y por qué en las iglesias? Durante el genocidio, mucha gente iba a las iglesias a buscar un refugio, a buscar seguridad. Y muchas veces pasó lo contrario, ya sea porque los sacerdotes se vieron forzados a colaborar con las autoridades que venían para exterminar a los tutsis, o simplemente por complicidad. Tal es así que cuando me encargué del monitoreo de las prisiones, dentro del ala de mujeres había dos monjas a las que se acusaba de colaborar con el régimen.

¿Se estableció claramente que una parte de la iglesia católica había sido cómplice de las muertes?

Algunos individuos, sí, fueron cómplices. Imagínese, para asesinar a 800 mil personas se requiere también de una buena cantidad de perpetradores. Otra cosa impactante en los lugares de masacre era el olor, y las expresiones de terror que todavía conservaban los cuerpos. Por ejemplo, vi a una mujer, tendida en el patio de una iglesia, abrazando a un niño. También tuve que viajar por el interior del país y ver los cachots, que eran pequeños centros de detención, en realidad unos cuartos al lado de las alcaldías. Recuerdo que una vez abrieron uno y los cuerpos cayeron uno sobre otro, como si se tratara de un dominó, porque habían estado apiñados hasta el techo, todos acusados de haber participado en el genocidio.

Usted misma estuvo a punto de ser detenida por las fuerzas de seguridad, me parece que también en Gitarama.

No, fue en Kigali, la capital. Cansada de estar en el hotel, me mudé a otro espacio. Es que después del genocidio, comenzaron a llegar investigadores y funcionarios de todo el mundo y no había dónde acogerlos a todos. Un colega sugirió alquilar una casa, era un barrio donde éramos los únicos extranjeros. Y allí fuimos presa fácil. Estaba sola en la casa, con dos colegas. Irrumpieron ocho soldados tutsis, armados. Quise avisar a la central con un walkie-talkie, pero me lo arrancharon. Nos tomaron como rehenes. Y el objetivo de los soldados era quedarse con nuestros carros, porque era un gobierno sin recursos. Al final nos pusieron en la sala, y al final, el jefe me dijo: “Tú vienes con nosotros”. Entonces, un colega mío, un gran defensor de derechos humanos en Marruecos, que también estuvo en la cárcel, se ofreció a tomar mi lugar. No lo dudó. Se montó a la camioneta con ellos. Afortunadamente, a los pocos minutos fue liberado, apareció de entre el polvo de la carretera.

En el Congo tuvo que recopilar testimonios de niños asimilados a los grupos armados, ¿cuál fue la historia más impactante que recogió?

Bueno, tuve la oportunidad de entrevistar a ex niños combatientes. No podría darle un testimonio preciso, porque fueron varios. Lo que sí recuerdo es la sensación, al final de cada entrevista, de comprobar que eran niños. Algunos andaban un poco perdidos, en sus miradas, pero al final eran chicos, querían jugar, y sus derechos habían sido vulnerados. Necesitaban recuperar la infancia que les fue secuestrada.

Y había diferencias. Algunos solo habían cargado pertrechos, mientras otros sí habían entrado en combate.

Había niños y niñas. La mayoría se encargaba de llevar el cargamento, la comida, o a veces hasta de prepararla. A veces había niñas que servían para favores sexuales. Y sí, había niños que habían sido obligados a ir al frente, a la lucha, a matar.

¿Fue en el Congo que se contagió por primera vez de Malaria?

Sí, esa fue en la segunda oportunidad que estuve allí. Fui como consultora de Naciones Unidas, justamente para estudiar el caso de los niños soldados. Y ser consultora es diferente a ser funcionaria de Naciones Unidas. Como consultora una mide sus tiempos, su plan de acción, pero la desventaja es que no tiene los recursos de los funcionarios. Y a mí me tocó transportarme por mis medios. Y hay que entender que el Congo es un país bastante grande y con diferentes climas. Y en la ciudad de Kisangani, que tiene un clima bastante tropical, luego de largas caminatas, sentí el cansancio y una sudoración profusa, lo que me obligó a quedarme más de lo planeado en el convento en el que me hospedaba. De allí tuve que buscar atención en una misión de militares. Me dieron una pastilla, bastante equivocada, debo decirlo. Era cloroquinina, que me causó una palpitación que iba de aquí hasta Timor-Leste. Terminé mi informe a duras penas.

La abogada peruana entrevistó a exniños soldados en el Congo. Foto: AFP / Lionel Healing

Ha estado también en Afganistán. Fue representanta de la ONU en Jalalabad, que fue uno de los últimos lugares en los que fue visto Osama Bin Laden, ¿es cierto que le regalaron un ladrillo de lo que alguna vez fue la casa del líder de Al Qaeda?

Sí (sonríe), y aunque no le puedo mostrar el ladrillo, sí le puedo mostrar la pequeña nota o inscripción que pusieron los colegas italianos que me dieron ese regalo, de la casa de Osama Bin Laden, que yo también visité y estaba en ruinas. Fue como un souvenir de año nuevo.

En Afganistán trabajó en el tema de los derechos de las mujeres y algo que descubrió fue que el precio de una novia es de 15 vacas o 15 mil dólares, lo que habla del menosprecio que se tiene por ellas.

En Afganistán estuve en una misión de apoyo al proceso de paz y teníamos múltiples aristas. Iba como oficial de derechos humanos y tuvimos varios programas con mujeres, donde tratábamos de impulsar que tuvieran voz y medios para independizarse económicamente. Y en el tema del casamiento de las mujeres y adolescentes, ellas eran vistas como objeto de cambio, y hoy peor aún, ya que en agosto de 2021 regresaron los talibanes. La crisis económica es muy grande y muchas familias ven como recurso de sobrevivencia vender a sus hijas menores o darlas en futuro casamiento, a cambio de dinero, o de vacas.   

¿Llegó a usar la burka en Afganistán?

Sí, (sonríe) la usé una vez, pero en un plan jocoso. Un amigo inauguró un bar. Es que la distracción es muy necesaria, porque cuando estamos en misión vivimos prácticamente en prisiones, no es que podamos ir a donde queramos. Es una situación difícil, y este amigo puso como condición que al entrar a su bar nos pusiéramos la burka por unos minutos. Debo señalar que esa fue una experiencia escalofriante, sentí una opresión tremenda. Me la saqué en pocos segundos, es algo que uno no puede tolerar. Aprieta las sienes, y tienes una rejilla sobre los ojos, por lo que uno casi no ve nada. Es una sensación de claustrofobia terrible y eso que esa burka era algo distinta, porque la habían hecho tipo minifalda. Pese a ello, era muy pesada. Fue una sensación terrible. Pensar que hay tantas mujeres que viven con eso, que se han habituado.

Usted dice que la burka tiene una utilidad: garantiza el anonimato.

En la época en que estuve, las mujeres aún se sentían con temor por los talibanes o porque cruzaran por la frontera fuerzas extremas, había varios grupos de señores de la guerra. Y la burka, sí, les daba protección y anonimato, las hacía invisibles.

"La burka es claustrofóbica", dice Garmendia, quien trabajó con grupos de mujeres en Afganistán. Foto: AFP / Abdul Majeed.

Ha trabajado también en Madre de Dios, investigando la trata de niñas y adolescentes, ¿encuentra un paralelo entre la situación de las mujeres afganas y las niñas de nuestra selva?

Bueno, paralelo sí hay. Hay violaciones a los derechos humanos en ambas situaciones. En Afganistán es bien conocido que la movilidad de las mujeres es bien restringida, bajo el mandato de los talibanes, e incluso cuando no estaban. En el área rural, por ejemplo, no pueden salir de sus casas solas, a menos que vayan con un hombre, no pueden tomar un taxi. Y acá, en Madre de Dios, también. Cuando captan con engaños a las niñas, tampoco pueden salir, porque lo primero que les quitan son sus documentos de identidad. Y están en medio de la selva, en zonas inaccesibles. Cuando yo fui a esos campamentos lo hice de manera encubierta.

Pensé que había ido como oficial de ONU.

No, en ese momento estaba haciendo una consultoría.

En Sudán se contagió por segunda vez de malaria y trató de escapar de la clínica en la que estaba, ¿por qué?

(Se ríe) Efectivamente. Fue por usos y costumbres. Era una clínica manejada por militares de un gobierno asiático, no voy a decir cuál. Comunicarse con ellos era imposible, porque hablaban su propio idioma. Cada vez que venía el enfermero no me podía comunicar, yo no sabía que estaba tomando.

La comida era un tema.

Era comida con mucho condimento. Era comida de su país, no era para una clínica. No la estaba pasando bien, así que traté de escapar, pero no lo logré.

La detuvieron unos soldados.

Sí, y me regresaron al cuarto. Pero no hay mal que dure cien años, la malaria también pasa.

Ha visto guerras, crisis de desplazados, hambre, ¿alguno de los países que visitó mejoró con el tiempo o todo sigue igual?

En el último capítulo de mi libro hago un análisis de cómo han ido evolucionando estos países desde la época en la que estuve. Noto que hubo avances en algunos y retroceso en otros. El más impactante en términos de retroceso es Afganistán. Con la subida al poder de los talibanes, desde 2021, lo construido con Naciones Unidas, las loyas jirgas, que son grandes asambleas, la constitución, las nuevas instituciones del Estado, incluyendo una comisión de derechos humanos, todo se fue literalmente al tacho.

Ruanda es el caso contrario.

Es relativo. En términos económicos ha sido visto como el milagro africano. Kigali es hoy una de las ciudades más limpias de todo el mundo.   Y, además, es el primer país del mundo con mayor representación de mujeres en el parlamento. Pero no todo es color rosa.

Quiero volver al inicio del libro. Dice que cuando usted estaba en la universidad se concentró tanto en sus estudios que vivió un poco alejada de lo que ocurría en el país; cuando el Estado era atacado por Sendero Luminoso. Lo paradójico es que ya convertida en abogada vio lo mismo que había pasado en el Perú, en otros países: violencia, crímenes, juicios por derechos humanos.

Creo que tiene mucho que ver la edad. Cuando termina el colegio, muchos salimos con ganas de estudiar y especializarnos en el extranjero, es el camino clásico. Y yo estaba concentrada en los objetivos personales de mi carrera, creo que le pasa a cualquier joven. Me tomaba muy en serio los estudios, me dedicaba a leer largas noches bajo las velas.

Porque había apagones.

Había apagones y se escuchaba el ruido de los equipos electrógenos. Pero también creo que era un ejemplo clásico de indiferencia limeña, de vivir en una burbuja.  

Usted es severa con los limeños. Dice de ellos: “Los limeños somos casi una clase aparte, alejada del resto del país”. ¿Por qué?

Yo he sido parte de ello. Se ve hasta la actualidad. Mire las manifestaciones que hubo hace un año. Se ve en las votaciones, cómo vota Lima y cómo vota el resto del país. Están los pedidos de asamblea constituyente de varias provincias, que fueron rechazados aquí, pero tenemos un Congreso que ha hecho las reformas que ha querido, más que una asamblea constituyente, por dictámenes propios. Así que sí, a Lima la veo bastante alejada del resto del país.

Terminamos con dos cosas de la actualidad. ¿El desafío más grande que tiene hoy la oficina de derechos humanos de la ONU es Gaza?

Yo ya no soy funcionaria de Naciones Unidas, así que le puedo hablar como una persona común. Lo de Gaza me escandaliza, me horroriza, me duele, me enfurece, es la negación de lo que he estudiado durante toda mi vida: relaciones internacionales, derecho internacional, los derechos humanos, el derecho humanitario, el derecho penal internacional. Son todas ramas del derecho que tratan de estudiar las relaciones entre los estados y evitar el impacto del conflicto. Y lo que pasa en Gaza es la negación de todo el derecho internacional, de todo en lo que he creído y sigo creyendo. Una luz de esperanza es el pedido del procurador de la Corte Penal Internacional para las detenciones de las personas implicadas. Y otra luz de esperanza es que también se pronuncie la Corte Internacional de Justicia. Tiene que haber un pare a esto. Los retos son muy difíciles por cómo está organizada la ONU.

Francesca Albanese, la relatora de derechos humanos de la ONU para Palestina…

La conozco, ahora es muy famosa, muy conocida.

Ella dice tajantemente que lo que está ocurriendo en Gaza es genocidio, que no hay otra manera de calificarlo. ¿Coincide con ella?

Totalmente.