En 2017, el entonces presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, tomó una medida excesiva contra los inmigrantes que llegaban a la frontera sur de su país: dispuso que se separara de sus padres a los niños que cruzaban de manera ilegal a su territorio. Y, aunque en junio de 2018, Trump tuvo que dar marcha atrás por las críticas que recibió de todo el planeta, hoy, cinco años después de ese hecho, todavía se desconoce el número exacto de menores que fueron recluidos en refugios improvisados que fueron bautizados como “hieleras”.
Instituciones como la American Civil Liberties Union (ACLU) calculan que fueron retenidos 5.000 niños y el presidente Joe Biden afirmó en febrero de este año que todavía faltaba reunir a 1.000 chicos con sus padres. La narradora chilena Isabel Allende siguió con atención este drama, cuando empezó y cuando la información llegaba a cuentagotas, en plena pandemia. A través de su fundación ha procurado apoyar a familias de inmigrantes y cree —o elige creer— en el esfuerzo de personas anónimas que procuran darles asesoría legal. Toda la información que ha recibido sobre este tema la ayudó a confeccionar la trama de su nueva novela: El viento conoce mi nombre, en la que se cruzan los destinos de un viejo refugiado europeo, descreído y desconfiado, y una niña centroamericana.
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¿Un inmigrante deja de serlo en algún momento de su vida?
Cada caso es diferente, pero en general los inmigrantes miran hacia el futuro, tratan de adaptarse y plantar raíces. El caso de un refugiado es distinto, porque siempre están mirando hacia el pasado y esperando el momento de regresar a sus lugares de origen.
¿A qué le llama hogar un inmigrante?
La primera generación de inmigrantes llama hogar a su país natal, pero sus descendientes llaman hogar al país donde nacieron.
Usted tuvo que salir de Santiago tras el golpe de Augusto Pinochet y buscó refugio en Venezuela, ¿qué fue lo más difícil de esa circunstancia?
Lo más difícil fue dejar a mi abuelo, a quien adoraba, y otras pérdidas, como mi casa, mi trabajo, mis amistades, todo lo que era familiar.
¿Se mantiene en contacto con algunas de las personas que conoció en la Venezuela de los 70?
Sí. Tengo un hermano que vive en Venezuela con su familia y varios amigos que salieron del país en los últimos años. Algunos encontraron refugio en Chile, tal como tantos chilenos fueron acogidos en Venezuela en décadas anteriores.
¿Cambia nuestra percepción sobre los inmigrantes cuando conocemos sus nombres y no los vemos como un número?
Sin duda. Las cifras abismantes de gente desplazada en el mundo no significan mucho, porque no podemos asimilar esos números. Son un problema que nos sobrepasa por completo. Pero al conocer un caso en particular nos damos cuenta de que la tragedia de esa persona podría ser la nuestra.
Su nueva novela, ‘El viento conoce mi nombre’, ¿es una alerta sobre las condiciones en las que viven inmigrantes y refugiados en todo el mundo o es una manera de revalorar el esfuerzo que hacen personas anónimas por ayudarlos?
La novela se enfoca sobre todo en quienes tratan de ayudar. Siempre nos enteramos de las malas noticias, pero poco sabemos de lo bueno que también existe.
¿Alguna vez visitó una de las hieleras en las que la administración de Donald Trump recluía a niños inmigrantes a los que separó de sus padres?
Estuve en una réplica de las hieleras. Son celdas con banquetas metálicas, en algunas hay un excusado sin ninguna privacidad. A los ocupantes les quitan los zapatos y las chaquetas o chalecos. Se supone que deben pasar allí solo unas horas, pero en realidad pueden estar varios días. La situación de los niños es especialmente cruel.
¿Por qué las llamaban hieleras?
La temperatura es muy baja y los ocupantes vienen de países cálidos. No pueden soportar el frío intenso de las hieleras.
Trump despertó en los Estados Unidos un fuerte sentimiento antiinmigrante. ¿Eso ha cambiado?
No. Los políticos de derecha siguen explotando el mismo odio al inmigrante y hay un porcentaje muy alto de la población americana que culpa de cualquier problema a los extranjeros de color. Si los inmigrantes vinieran de países escandinavos, los recibirían con los brazos abiertos.
Me dejó pensando la breve carta que Samuel Adler, el protagonista de su novela. Les escribe a sus padres. Siento que hay un paralelo con la carta que usted le escribió a su abuelo moribundo, en 1981, para decirle todo lo que habían perdido ambos.
Tiene razón, pero no pensé en eso cuando escribí la novela.
Las cartas son una constante en su trabajo y su vida. Su novela ‘Paula’ es, de alguna manera, un diálogo con su hija, y los miles de cartas que usted le escribió a su madre, durante décadas, son también una parte importante de su vida. ¿Qué representa para usted el intercambio epistolar?
Viví la mayor parte de mi vida separada de mi madre, primero porque ella estaba casada con un diplomático y después por las circunstancias del exilio y la inmigración. Las cartas nos mantuvieron juntas. Nuestra relación epistolar fue más íntima y amorosa que si hubiéramos vivido en la misma casa.
¿En un mundo hiperconectado todavía tienen valor las cartas de papel?
Creo que ya nadie utiliza el papel. La comunicación virtual es breve y directa. Se ha perdido
el encanto de una carta, pero tenemos la ventaja de que es mucho más fácil mantenerse en contacto.
Hace poco dijo en una entrevista para Vogue España que “estamos hartos del consumo y pronto vamos a estar hartos de las redes sociales, de la hiperconexión y sobreinformación superficial”. ¿En realidad lo cree?
Sí, lo creo.
¿Se lleva bien con la tecnología?
La utilizo para mi trabajo, me facilita la investigacióny la escritura, me comunica con mislectores de todo el mundo.
¿Es verdad que —como una prueba, como un experimento— le pidió a una inteligencia artificial que le escribiera el final de una novela?
Cierto. El final no me gustó mucho, pero creo que en poco tiempo la IA podrá darme un final mejor.
Su nueva novela tiene como trasfondo la pandemia y la cuarentena global. ¿Qué cambió en usted después del encierro obligado de 2020?
Durante la pandemia tuve silencio y soledad, pude escribir tres libros sin ser interrumpida. Aprendí que puedo jubilarme de todo lo que no me gusta, la vida social y la vida pública, y dedicarme solo a la escritura y mi fundación.
‘El viento conoce mi nombre’ ha sido publicado bajo el sello Plaza Janés y ya se encuentra en librerías limeñas. Foto: Plaza y Janés
En algunas entrevistas sobre ‘El viento conoce mi nombre’ y el tema de la inmigración ha dicho que uno de los peores pecados es la indiferencia. ¿Pecó usted alguna vez de indiferencia frente a los más vulnerables?
No. Desde muy chica he tenido una consciencia viva de la injusticia, del poder con impunidad, de las desigualdades, de la pobreza, de la violencia y los abusos que sufren las mujeres.
Tiene 80 años. ¿Qué ha cambiado en su rutina de escritura?
Escribo menos horas, porque me cansa estar sentada, pero tengo el libro en la cabeza todo el tiempo. Si no estoy frente a la computadora, estoy imaginando o investigando.
Uno de los temas recurrentes en las notas que le hacen es la sexualidad. ¿Nunca la incomodaron esas preguntas?
No, para nada. Me sorprende, sin embargo, que nunca les hagan esas preguntas a los hombres viejos.
¿Debería hablarse más de la sexualidad de los adultos mayores y dejar de verla como un tabú?
El tabú es más fuerte con las mujeres. Se acepta que un viejo tenga una amante 30 años más joven, pero no se acepta que una mujer mayor busque amor o sexo.
Con el aumento de la esperanza de vida, los matrimonios pueden durar más de 40 años. ¿Los seres humanos estamos preparados para relaciones tan largas?
Parece que no, puesto que el divorcio es tan frecuente.