Feroz campaña la de estos días contra el ministro de Educación, Jaime Saavedra. La estrella del anterior gobierno, ovacionado en un par de CADE y cortejado por casi todos los candidatos en la campaña pasada, es desde hace un tiempo el punching bag de la oposición. No son críticas razonables, que puede haberlas, son golpes bajos. El último episodio es patético: se intenta usar los Juegos Panamericanos para tumbar por temas menores a un ministro que, contra una larga tradición de ninguneo, ha logrado poner el tema de la educación en las prioridades del Estado. No sorprende, claro. Sabemos que esta campaña se activó hace mucho tiempo y no tiene nada que ver con el deporte. El fondo del asunto es que el Ministro dirige una reforma que ha puesto énfasis no solo en mejorar la educación pública, sino también en fiscalizar la educación privada. Especialmente aquella con fines de lucro que no ha dado ni remotamente los resultados que prometieron hace veinte años sus creadores. El Perú hoy no solo es el país de escuelas y universidades públicas de pésimo nivel, sino también de escuelas y universidades privadas de similar o peor nivel. Las reformas privatizadoras de los noventa han nutrido actores poderosos, engordados con los privilegios tributarios obtenidos a cambio de un mal producto. Estos actores hoy invierten y participan en política, logrando gran influencia. Tienen como aliados a esos extraños liberales criollos, impermeables a la evidencia del fracaso de ese modelo educativo privatizador y que denuncian desde sus mundos paralelos un supuesto estatismo cuasi-totalitario en la reforma en curso. Ellos, sumados a otros actores de la universidad pública, no darán tregua. Si bien no me sorprenden los enemigos, sí causa sorpresa otro flanco débil de la reforma durante estos años: el poco interés de los políticos que apoyan y dirigen, en teoría, la reforma. Recién esta semana el gobierno defendió a su ministro con cierta firmeza. En buena hora. Porque el gobierno anterior nunca se apropió de la reforma educativa ni entró de lleno a su defensa. En esta ocasión el cargamontón fue respondido por columnistas y otros líderes de opinión antes que por el gobierno. Incluso el oficialista Juan Sheput le pidió al ministro que no se escude en sus amigos columnistas y salga a dar explicaciones. Este columnista no es amigo del ministro, pero considera que lo que correspondía era que Juan Sheput salga a dar esas explicaciones, a politizar el tema y escudar la reforma. Porque un ministro técnico, que intenta mantener su legitimidad, no puede pelear con las armas de un político. Queda mal resaltando sus propios logros y sus estrategias de comunicación tienen un límite. Necesita que esta pelea la den además otros ministros y congresistas del gobierno, capaces de mostrar la debilidad de los argumentos opositores. Vender la reforma, hacerla un activo de la gestión, enraizarla en la población son todas tareas políticas. Se extraña, por ejemplo, a Daniel Mora, que solo y sin bancada llevó a la luz pública una discusión que los intereses privados en la educación superior intentaban mantener oculta. Mostrando rankings universitarios donde damos pena, denunciando doctorados bamba o visitando aulas inadecuadas, Mora apuntaba a los intereses pequeñitos, egoístas de los opositores a la reforma. Y así distinguía las críticas razonables de las de aquellos que no quieren cambiar un statu quo que les resulta conveniente. Eso le compete hoy hacer al gobierno, vender al público una visión de la educación.El tema trasciende la reforma educativa, por supuesto. El gobierno tiene el espacio para construir legitimidad con posturas reformistas. Lograrlo pasa por dar un mensaje que resalte por qué ofrece algo distinto a lo que hicieron anteriores gobiernos y a sus opositores. La reforma en educación es uno de esos temas donde se puede capitalizar y que nos beneficia a todos. Pero para ello no basta con tecnocracia, se necesitan políticos peleones. Si no los tiene, debe comenzar a entrenarlos.