Ponerse la ropa del otro está a la orden del día. Ha pasado el tiempo en que el presidente Manuel Prado hubiera podido asistir a una yunza de frac. Hoy para hacer buena nota los políticos visten las galas de sus anfitriones, algo que practican hasta las reuniones internacionales de la Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC). Está claro que nuestras elecciones no son la excepción. El protocolo aquí es que solo el candidato se puede disfrazar y su séquito debe mantenerse en indumentaria de limeño. Así, un país tan variado como este le exige al candidato un verdadero guardarropa étnico, que va apareciendo de localidad en localidad. Aunque a menudo la amabilidad del visitante puede desafiar los usos locales. Keiko Fujimori, que en su gira por el sur andino parece no quitarse el disfraz ni para dormir, prefiere calarse el vistoso sombrero con flores, aunque el código entonces la defina como una soltera disponible (sipas) y no la señora casada que ella es. Este tipo de desliz es venial, y probablemente no produce más que una sonrisa entre los informados. Pero no deja de ser el símbolo de un desencuentro. Es casi seguro que también los sentadores chalecos o chullos de Pedro Pablo Kuczynski han venido incurriendo en algunos desafíos a la etnografía andina. Hay quienes ven esta práctica impostación y falta de respeto. No tanto en la equivocación, sino en el hecho mismo de presentarse el candidato como algo que obviamente no es. La crítica es discutible. Podríamos pensar que el lema de todas las sangres simplemente es traducido en el de todas las prendas de vestir. ¿Cuándo comenzó todo esto? Alguna vez comenté aquí que “Alberto Fujimori no inventó el género, pero en los años 90 lo lanzó a nuevas alturas: samurái, campesino cusqueño de gala, nativo amazónico, o bañista espontáneo de Las Huaringas en calzoncillo flojo, son solo unas cuantas de las sorprendentes apariciones en su recorrido de los guardarropas del Perú profundo”. La experiencia le sirvió al padre para desarrollar el traje de hospitalizado con el que asistió a tantas sesiones judiciales. Los disfraces de la hija son bastante más alegres, lo cual es comprensible. Pero traspiran una parecida lección: en la cacería de votos y fotos conviene disfrazarse lo más posible.