Se resiste a considerarse poeta. La muerte, a la que no teme, se encargará de consagrarlo, asegura. Pero la vida también. A los 96 años, Leoncio Bueno, obrero, autodidacta y sindicalista, será galardonado con el Premio Casa de la Literatura 2016. Las letras celebran. ,Fotografía: Nancy Dueñas / Casa de la Literatura Un niño llora. Una mujer masajea sus pechos profusamente. Un hombre cava un pozo. Es enero de 1920, y Leoncio Bueno morirá. No descubrirá el fuego de la palabra, no se asqueará del masoquismo religioso ni huirá del poder. Su voz no se hará subversiva ni su mano obrera. Apenas es un niño hambriento que languidece. Su padre, un amansador de caballos, se ha fugado al monte con su madre, una morena 'bien polenta', para dar a luz. Lejos de la hacienda La Constancia, en La Libertad, entre zapotes y algarrobos. La imposibilidad de volver consume al recién nacido. Su madre no tiene leche. -Carmen, la compañera de mi padrino, dio a luz a mi primo Gonzalo, y me prendí de esa teta. Quedé debilucho, raquítico, pero sobreviví. Sobrevivió y se volvió terriblemente travieso. Tanto que sus tíos repetían, con crueldad: ¿cuándo viene la (peste) bubónica para llevárselo? Sus pasos fueron firmes. Incluso cuando su padre se marchó quién sabe adónde, y se quedó con su madre, sus tías, y sus abuelos. En sus tres únicos años de colegio rezó más que en los noventa restantes. -El poder y la religión dominan al ser humano y lo convierten en un eunuco o un borrego servil. Es Viernes Santo, en casa de Leoncio. Un espacio de una planta, absorbido por un jardín donde crecen granadas. Su exilio voluntario desde hace 34 años, junto a Blanca Rojas, su segunda esposa, su hija Gladys, y sus tres gatos. Repito, es Viernes Santo, pero estamos aquí para celebrar la vida de este hombre tostado, bajito y de bigote cano, cuyo corazón palpita más fuerte detrás de su espalda. Allí, donde se yerguen sus libros. Los registrados y los artesanales. Que vende y regala a los amigos, según como rujan las tripas. Ya habrá tiempo para conversar de eso. Está contento, Leoncio. Es una felicidad atropellada de detalles. La visita de la directora de La Casa de la Literatura, Milagros Saldarriaga, con la resolución en sus manos; la entrevista que brindó por teléfono el último jueves a un medio argentino; los saludos de su gente. Mensajes cariñosos que Leoncio repasa cada tanto. Sí, Leoncio, a sus 96 años, tiene Facebook. Se lo creó su hija Gladys, una gerontóloga risueña que ha tipeado casi toda su obra. Para un militante, acostumbrado al fervor del debate, las redes sociales son grito vigente de libertad. Durante muchos años se propagó el rumor de que Leoncio había muerto. Los más entusiastas imaginaron un final veloz e indoloro. -No soy amigo de los ritos de la sociedad del espectáculo. No jodo a nadie. Nunca postulé a un concurso. Hay que huir del más pequeño centímetro de poder, dinero y fama. Su jubilación de 365 soles mensuales lo hacen un temerario fugitivo. Es cierto, no se presentó a concurso alguno. Las menciones honrosas que recibió por su poemario Rebuzno Propio (Premio Nacional de Poesía, 1973; y el Premio Casa de las Américas de Cuba, 1975) fueron culpa del vate Arturo Corcuera. Leoncio se mantuvo, siempre que pudo, fuera del establishment. El fuego de la palabra La lectura se acercó a Leoncio, valiéndose de sentires opuestos: la vergüenza, el cariño y la admiración. Antes de abandonar el colegio definitivamente para dedicarse a tirar lampa por cincuenta centavos diarios y trabajar la tierra, la profesora le dijo a su madre que tenía serios problemas de comprensión. Su tía Andrea, que asistía a su abuela, leyéndole obras completas, le enseñó. Aunque la anciana era analfabeta le compraba libros a plazos a los anarquistas. Los mismos anarquistas que prometían mejores sueldos, con la formación de un sindicato. Todos con facilidad de palabra y dotes de oradores. “¿Quieres hablar bien, como nosotros? Entonces lee mucho. Pero no solo leas. No es suficiente. Tienes que conocer la poesía”, le dijeron. Y conoció a Homero, Gustavo Adolfo Bécquer y, por supuesto, a César Vallejo. Supo entonces que quería hacerse escritor. Con 19 años cumplidos, Leoncio vino a una Lima desaparecida. Gloriosa y habitable. -Veías el Jirón de la Unión y te sentías en el paraíso. Huertas, ganados. El Río Rímac, el Paseo de Aguas, la Alameda de los Descalzos. Era una joya. En esta Lima floreciente de finales de los treinta, Leoncio continuó cuarteando sus manos, con picos y palas, en diversas construcciones. Publicó sus primeros poemas en la revista 'Hora del hombre', tras abordar un día a César Miró, director de Radio Nacional. “En esos poemas hay algo”, le escribió en su tarjeta de recomendación. El año siguiente fundó el Grupo Obrero Marxista, junto a dirigentes y un puñado de jóvenes intelectuales como Emilio Adolfo Westphalen. La lucha lo ocupó. Y con ello, la cárcel. Primero, seis meses en la Cárcel Central de Varones, y luego, cuatro años en El Frontón por conspirar contra el gobierno de Manuel Odría. En El Frontón, esa isla del hambre, donde padeció de tuberculosis, se reencontró con la poesía. Un universo infinito para refugiarse. -El destino hiló fino como una araña o un gusano de seda. Me puso el cuero duro. Y me unió de nuevo a la poesía. La voz que tanto buscaba para sus versos había echado chispas. Bastaba con echar más leña. Feliz y enamorado A mitad de la entrevista, empiezo a hablar menos y escuchar más. A contagiarme un poco de este hombre vital y centenario que pasa sus días, zurciendo sus medias, regando su jardín, pero sobre todo escribiendo. A mano, en una docena de cuadernos cuadriculados que contemplo con asombro. Cada cinco páginas, una carnosa silueta. Una calata. Leoncio las recorta de diferentes diarios y revistas para motivarse. El efecto es prolífico. Su hija Gladys ha registrado varios de sus poemarios en el depósito legal. -Mi papá quería que antes que le pasara algo su obra se publicara, y dejara de ser clandestina. -Que venga la muerte. Ya no le temo. Un médico le ha dicho que no cuente su vida por años ni meses ni semanas ni días sino por instantes. Un sueño repetido, en el que se deambula entre cerros y ruinas, le hace creer que la cuerda se puede cortar pronto. Aunque ante mí se imponga un inagotable conversador que ilumina cualquier tema con sus comentarios. Sobre las elecciones: han sido siempre decadentes. Pero estos asaltantes ya no pueden ocultarse: las redes han sido creadas para denunciarlos. Sobre el periodismo: está en menos manos cada vez. Los grandes capitalistasnos embrutecen y manipulan. Da Vinci lo llamó la ceguera universal de la humanidad. Nos hemos quedado huérfanos de periodistas contestatarios. Sobre los atentados terroristas: Tenemos tres cerebros, con inteligencia propia.El mamífero y el reptiliano copan la mayor parte. Hemos nacido para matar. ¿Qué nos libra? Esa pequeña epidermis de humanidad que nos provee el arte y la cultura. Antes de marcharme, Leoncio me repite una y otra vez que el Premio Casa de la Literatura se lo debe a su familia y a sus amigos. Que solo a ellos los perdona cuando lo llaman poeta. -Solo si después de diez años se acuerdan de ti, te lloran y te recitan, eres poeta. Antes no. Para los que se han sumergido en su universo, la espera es un acto indecoroso. “Como dijo el ruso Yevgeni Yevtushenko: solo soy un viejo feliz...y enamorado”, dice Leoncio, y arranca una granada de su jardín.