Tú, querida, que seguro ayer fuiste con tu pancartita y tu mejor look de hipster a la marcha. Tú, que te alucinas poco menos que Gloria Steinem solo porque tu foto de perfil es un selfie con un cartelito que dice #Niunamenos. Sí, tú: ¿tienes idea de cuántas veces has abusado de otra mujer? Porque, no te me hagas la del calzón con bobos, yo he visto las veces que descuartizaste a una congénere por la ropa que llevaba (¡ay, mira, la huachafaza!) o la denigraste solo porque en el trabajo tuvo el atrevimiento de llegar más lejos que tú (¡es que dicen que se acuesta con el gerente!) o, peor aún, la hiciste locro porque se atrevió a mirar al papanatas que llamas novio (¡aaay, esa puta me quiere quitar a mi hooombre!) Bueno, mi estimada, ellas son las leydi guillenes y arlettes contreras de tu minúsculo mundo y, aunque sus caras no traen ninguna marca, sus almas exhiben los moretones de tu mezquindad, de tu rechazo, de tu deslealtad, de tu cobardía y, desde ayer, de tu hipocresía. ¿Qué, crees que lo que haces no es violencia? Pues sí lo es, y de la peor, darling. Y duele igual que los puñetes y patadas que esos hombres a los que lincharías rabiosa, si los tuvieras delante, propinan a esas mujeres que defiendes sin conocer. O tal vez justo porque no las conoces. Porque, si el hombre es el peor lobo del hombre, no hay peor buitre de la mujer que las propias mujeres y ninguna marcha de #Niunamenos servirá de nada si antes no nos metemos en la cabeza algunas cosas que, por ser tan evidentes, nadie ve. La primera, que ningún misógino vino con la frase “la mujer es menos” tatuada en el ombligo. No, señor. Tuvo que ser una mujer, su santa madre, la que le metió en la cabeza que chicos y chicas eran diferentes: que ellos podían llegar a la hora que quisieran, tirar con quien quisieran y golpear a quien quisieran, pero que ellas debían ser unas damitas cuyo mayor logro sería pescar a algún paparulo que las lleve (de blanco) al altar. Porque, segunda cosa que nadie acepta, vivimos aún en una sociedad donde el gran logro de una mujer sigue siendo conseguir a un hombre a como dé lugar, aunque el pobre bípedo que te toque en suerte sea algo parecido a Shrek, sin un cobre en el bolsillo y con las luces de una lavadora malograda. Y para mantenerlo a tu lado (por su voluntad o sin su voluntad, como diría Rafael Rey) crees que está justificado aplastar cabezas (de otras mujeres), destrozar prestigios (de otras mujeres) y traicionarte a ti misma. ¿No me crees? Entonces, querida, responde: ¿por qué todos los programas de televisión le meten horas de horas de raje a las “robamaridos”? ¿Por qué se te pone la piel de gallina de solo pensar que él podría irse con otra mujer? ¿Por qué, ah? Sé que lo negarás a gritos, pero si alguien te preguntara qué prefieres, si perder tus 20 kilos de sobrepeso o a tu marido en los brazos de otra, estoy segura de que, bien para adentro, preferirías verte como Mayimbú antes que dejar que otra mujer se lleve al trofeo de tu vida. Si bien la solidaridad femenina es uno de los grandes valores que este lado de la Humanidad ha logrado construir en la historia, basta que aparezca en medio un remedo de homo sapiens sapiens para que las sonrisas desaparezcan y se despierte la arpía desgreñada que llevamos dentro, capaz de convertir en sapo a su mismísima hermana, como una Milena Zárate cualquiera. Por eso, está muy bien lo de salir a defender a las mujeres violentadas, pero mucho mejor (y más trascendente) sería hacer un examen de conciencia para reconocer cuántas veces nosotras mismas degradamos a nuestro género y, sobre todo, cómo debemos comenzar a pensar y actuar para corregirlo. Piénsalo la próxima vez que quieras vestir a tu niño de azul y a tu niña de rosado, o darle a tu nene un robot y a la nena, una Barbie. ¿Qué carajos tienes en la cabeza para comenzar a encasillarlos desde tan tiernos? O la siguiente vez que se te ocurra hacerle un quinceañero a tu hija adolescente. ¿Acaso no sabes, so pazguata, que esa fiesta es la reminiscencia de un rito atroz del medioevo, cuando a las niñas de esa edad se las “ofrecía” para que cualquier cuarentón con plata las desposara –y desflorara- a cambio de una buena dote? ¿Exagero? Pues no, mi estimada feminista de cafetín. ¿Crees que la Cenicienta que dejaba su zapatito de cristal en la escalera estaba buscando una carrera, un sentido en la vida o a su mascota perdida? No. Estaba buscando un marido. Y las hermanastras malas feas no eran más que otras mujeres que se atrevían a disputarle al susodicho y ese es el mensaje que te metieron, con dibujitos de Disney, cada vez que te contaron el cuento: toda mujer que me dispute a mi hombre es mala, fea y se merece lo peor. Podría largarme dos páginas con ejemplos, pero no se trata de avergonzarnos, sino de corregir errores, de comenzar de cero a ser autosuficientes y solidarias, de nunca más herir a otra mujer, de ver en el hombre no al botín más codiciado de la comarca, sino a un compañero de viaje al que amar en libertad. Así, en la próxima marcha #Niunamenos, nos encontraremos para abrazarnos sin desconfianzas, ni maledicencias, ni disimulos, para sentir que somos parte de una comunidad fraterna y generosa y entender, de una vez por todas, que las otras mujeres no son nuestras enemigas, sino nuestras aliadas en ese largo camino que es crecer como ser humano.