“La crisis de representación política y de la propia institucionalidad de este régimen democrático no solo es obvia, es también grave”.,Hace unos días el presidente Martín Vizcarra le pidió a la población que lo apoyara en su lucha contra la corrupción. Vizcarra es consciente de que, en esta etapa y pasado el referéndum, la lucha contra la corrupción es el factor principal de su legitimidad y la de su gobierno. El Presidente ha entendido que si quiere mantener esta “luna de miel” con la opinión pública su gobierno o, mejor dicho él mismo, debe estar en posición de “combate”. En este caso, el quehacer político está ligado a la construcción de un “enemigo”. Primero fue su pelea contra el Congreso que terminó con un triunfo contundente. Luego su defensa de los fiscales Domingo Pérez y Rafael Vela. Asimismo, su enfrentamiento contra el exFiscal de la Nación Pedro Chávarry que terminó con su renuncia. En cada uno de estos enfrentamientos el Presiente ha salido victorioso. Los resultados del referéndum así lo indican como también sus altos niveles de popularidad. En el mes de enero, según IPSOS, su popularidad fue superior al 60%. Sin embargo, lo curioso es que la aprobación del gobierno sigue siendo baja: apenas alcanza al 26%. Lo mismo se puede decir de los ministros. La mayoría de ellos están desaprobados. La aprobación del Primer Ministro, César Villanueva, es un buen ejemplo de este divorcio entre el Presidente y su gobierno: mientras la popularidad de Villanueva alcanza un 27% (y su desaprobación el 41%), la del Presidente es del 63% y 26% respectivamente en este mes de enero. Algo similar, guardando las diferencias, ocurre con la popularidad del presidente del Congreso, Daniel Salaverry, y la del Congreso mismo. Mientras que la popularidad de Salaverry viene subiendo desde hace cinco meses, en enero fue de 26%, la del Congreso, ese mismo mes, fue de 16% y su desaprobación de 74%. Algo semejante ocurre con la mayoría de las bancadas parlamentarias: casi todas están desaprobadas. Lo que llama la atención de estos hechos no es solo la aprobación de estos personajes (presidentes del Ejecutivo y del Congreso) sino también la desaprobación de las instituciones que ellos representan. Se podría decir que la opinión pública y sectores de la sociedad confían más en las personas que en las instituciones. Los intereses, los partidos y las instituciones no son espacios de legitimidad política. No hay por lo tanto institucionalidad ni tampoco representación política. Tanto Martín Vizcarra como Daniel Salaverry no militan en ningún partido. Son dos personajes que “flotan” y cuya suerte y futuro político depende de ellos mismos y del apoyo que logren tanto de la opinión pública como de los medios de comunicación. En 1995, el argentino Guillermo O’Donnell publicó su famoso artículo sobre las llamadas “democracias delegativas”. Para este autor lo que caracteriza a estos regímenes es, básicamente, un altísimo grado de discrecionalidad presidencial. Según O’Donnell, el Presidente está autorizado para gobernar como le parezca conveniente, encarna a la nación y es el principal representante del interés del país; además, se presenta por encima de todos los partidos o grupo de interés para superar, de este modo, cualquier faccionalismo, divisiones o peligros. Él encarna la unidad del país por encima de las instituciones. De otro lado los ciudadanos apoyan al Presidente independientemente de sus identidades e intereses. En este contexto la “delegación” incluye el derecho –O’Donnell habla incluso de “obligación”– de curar al “enfermo” con los remedios más amargos. Hoy el Presidente y su equipo (que no es lo mismo que el gobierno o sus ministros) son el Alfa y el Omega de la política. Soy de la opinión que en este país nos estamos encaminando hacia una “democracia delegativa” que es diferente a una “democracia plebiscitaria” ya que no es lo mismo el ejercicio de aprobar o desaprobar una norma en procesos de consulta o referéndum, que son pocos, que el hecho de “delegar” de manera incondicional en el otro el poder que uno tiene como ciudadano. Por eso creo que la crisis de representación política y de la propia institucionalidad de este régimen democrático no solo es obvia, es también grave. Solo falta que alguien la enuncie.