“El presidente no puede intervenir el Poder Judicial o el Ministerio Público. Ya lo hicieron dictaduras como la de Velasco o la de Fujimori en 1992”,Amanece este sábado de luz brillante arequipeña con la promesa de una jornada más del Hay Festival. Ayer vimos cómo Gustavo Gorriti era aclamado adonde iba. Hay, en el público que abarrota las decenas de eventos programados, no solo la necesidad de hablar de literatura –y escuchar a invitados de lujo como Mario Vargas Llosa o Salman Rushdie– sino también de gritar al mundo que en esta tierra de sillar y mil verdes emerge un compromiso impostergable en la lucha contra la corrupción. La gente que vemos en las calles está harta. El presidente Martín Vizcarra decía esta semana que había recorrido todo el país escuchando el mismo hartazgo. Dos factores lo componen. La exposición pública de las tropelías del sistema de justicia y la percepción generalizada de la incompetencia del parlamento, cuando no la malicia de las bancadas del fujimorismo y el Apra. ¡Cierre el Congreso! Ese ha sido el grito callejero que más ha escuchado durante sus pocos meses de mandato. ¡Métalos presos a todos! Es el otro sentir de la calle. Como ha apuntado bien mi amigo Juan Carlos Tafur, Vizcarra es un político forjado en la provincia. En su natal Moquegua, como en todas partes menos en Lima, la política se hace en la calle. Triunfa quien tiene el oído atento y empatiza con los ciudadanos, pero, sobre todo, transforma. Sin transformación del pedido hacia una vía democrática, es el gobierno de la turba, del populismo irracional, de la falta de garantías para las minorías. Vizcarra transformó un pedido radical en una propuesta democrática viable dentro de un esquema de separación de poderes. El presidente no puede cerrar el Congreso arbitrariamente. Vizcarra no aspira a ser un dictador más. El camino de la disolución constitucional está aún muy lejano. ¿Qué hacer entonces para satisfacer una demanda ciudadana? Un referéndum sobre la no reelección de congresistas apareció en el horizonte. No es lo mismo, pero satisface una urgencia. ¿Es la mejor decisión? El presidente regresa esa decisión al pueblo que reclama castigo. Estoy a favor de la reelección de congresistas (de muy pocos), pero entiendo la necesidad de canalizar un desprecio que se han ganado día tras día. El presidente no puede intervenir el Poder judicial o el Ministerio Público. Ya lo hicieron dictaduras como la de Velasco o la de Fujimori en 1992. El abuso de poder nunca ha traído, ni siquiera, mejores resultados en este campo. Los problemas endémicos del sistema de justicia jamás se fueron. Si los vemos expuestos hoy, es por un puñado de fiscales valientes y un periodismo serio como el de IDL Reporteros que supo darle contexto a cientos de conversaciones judiciales que hubieran sido ininteligibles sin ese esfuerzo. ¿Qué hizo el presidente Vizcarra? Exigió y logró la remoción constitucional del CNM por el Parlamento y presentó un proyecto de reforma para mejorar la selección, ascenso y sanción de jueces y fiscales. El pueblo ha manifestado su apoyo en las calles. En política, quien tiene la iniciativa, tiene el juego ganado. Vizcarra ha tenido la capacidad de ser el que tiza la cancha para que los demás jueguen su juego. Es muy diferente tener un gobierno propositivo que uno meramente reactivo sin agenda alguna. Un presidente con iniciativa se desprende con rapidez de sus adversarios, aprovecha la viada y en cada arremetida es más empático. No es inmune al error, pero corrige una y otra vez hasta lograr el objetivo. Si Vizcarra puede, al fin de su mandato, colocar las bases de una reforma de sistema de justicia –que a su vez responda al clamor ciudadano de poner fin a la impunidad– gran servicio le habrá hecho al país. Si además puede pasar del discurso a la acción en materia de la lucha contra la corrupción, podremos educarnos todos un poco mejor y así elegir mejores autoridades. Sin embargo, esta es, por ahora, enorme expectativa y realidad lejana. Queda mucho por hacer y poco tiempo para hacerlo. Si el Congreso tuviera un mínimo de vergüenza no obstaculizaría más estos grandes propósitos. Porque si somos, otra vez, defraudados, serán culpables todos de la ira popular y su desmadre. Eso es lo que está en juego.