No se puede negar la complejidad del tema migratorio más allá de su instrumentalización política. Pero existe y debe hacerse dentro de cauces adecuados.,Van caminando y ni siquiera han llegado a la frontera estadounidense, pero están todos los días en las primeras planas de la prensa estadounidense: la caravana de 7,000 hondureños que partió de San Pedro de Sula avanzando a pie 670 kilómetros, cruzó Guatemala y llegó esta semana a México. Este hecho y el tema migratorio, otra vez, han sido puestos por Trump en el centro de la campaña electoral para las elecciones parlamentarias del 6 de noviembre. A ellas se está dando un carácter semiplebiscitario en el clima polarizante promovido por Trump. Ya en la elección presidencial de hace un año la migración fue un asunto relevante. En los próximos días el tema promete seguir in crescendo; especialmente por las amenazas públicas de Trump de cortarles la ayuda a Honduras y Guatemala o de desplazar tropas a la frontera. Sobre este llamativo desplazamiento de hondureños hacia el norte hay tres aspectos que destacan de manera particular. El primero es casi obvio: la emigración –especialmente de jóvenes- desde los países del llamado “triángulo norte” (Guatemala, Honduras y El Salvador)– tiene su explicación en las condiciones de violencia e inseguridad ciudadana imperantes. San Pedro de Sula, en particular, y Honduras, en general, son extremos particularmente destacados: 51,18 homicidios por cada 100,000 habitantes y 68% de la población por debajo de la línea de pobreza. Condiciones objetivas, pues, que empujan hacia fuera e, incluso, a que los emigrantes puedan ser considerados refugiados de acuerdo a la “definición ampliada” adoptada en Naciones Unidas desde 1984. El segundo es el del peso demográfico de esta eventual migración hacia territorio estadounidense. No se puede discutir que cualquier país tiene el derecho soberano de decidir quién ingresa a su territorio. Pero es también cierto que deben tomarse en cuenta ciertas condiciones humanitarias y de derecho internacional; particularmente la violencia y pobreza que empuja a miles de personas a buscar horizontes de supervivencia en otros lares. Pero el hecho indiscutible es que ninguna de las cifras disponibles indica que la inmigración centroamericana hacia los Estados Unidos –ni esta caravana, si llega a cruzar la frontera– se haya vuelto una “marea” inmanejable o demográficamente abrumadora como la que sí golpea, por cierto, a países del medio oriente como Jordania, Líbano o Turquía con refugiados de Siria. Es cierto que los ingresos por la frontera con México vienen siendo mayores este año en comparación al 2017. Pero la tendencia ha sido a que el número de retornados por la frontera supere al de ingresantes: más de 3,8 millones regresaron (especialmente a México) y desde el 2010 el número de retornados supera al de ingresantes a territorio estadounidense. El ruido actual, pues, tiene mucho de uso político para la elección de noviembre. No se puede negar, sin embargo, la complejidad del tema migratorio más allá de su instrumentalización política. Pero existe y debe hacerse dentro de cauces institucionales y jurídicos adecuados. Por ejemplo, EEUU podría apoyar a México a absorber a algunos como refugiados y que otros, eventualmente, puedan recibir autorización para inmigrar legalmente. En cualquier caso, es evidente que no tiene sentido la amenaza del presidente en campaña de cortar la asistencia a Guatemala, Honduras y El Salvador. Esto, que suena a bravata, no haría sino aumentar precisamente las condiciones que generan emigración. La ayuda actual a los tres países con el programa “Alianza para la Prosperidad” no es impresionante; Honduras, por ejemplo, recibió poco más de US$ 60 millones este año. Sería momento de pensar, más bien, en un programa ambicioso que lleve a que la gente prefiera quedarse en su país y no caminar miles de kilómetros hacia el norte.