Ante tantas evidencias, nadie que pretenda llamarse “periodista” puede quedarse callado o no referirse con tibieza al elefante rosado sentado en medio de la sala sin convertirse en un traidor a su profesión.,Año 2007. Era la primera vez que visitaba el Congreso como periodista de El Comercio. “Bienvenido al establo”, me dijo a manera de saludo un colega del mismo diario –al que llamaré Pepe– y se sentó conmigo a cubrir la sesión de la Comisión Permanente. Fue como haberle puesto subtítulos y notas al pie a todo lo que sucedía. Pepe me explicaba por qué el congresista A no miraba al congresista B mientras lo insultaba y reclamaba por un asunto que, en apariencia, no tenía nada que ver con lo que se estaba discutiendo; o por qué el congresista C se levantó para contestar una llamada y por qué, cuando volvió, le dijo algo al oído al congresista D que eso haría que este último vote por X cuando toda la mañana amenazó con votar por Z. Fue muy impresionante. En un intermedio entrevisté a los congresistas y tuve mi historia completa. Cuando regresé al diario, le conté a mi jefe: “Pepe va a sacar una nota demoledora –le dije–. Fijo será portada”. Al día siguiente debí buscar la nota de Pepe en el interior del diario porque en portada no tenía ni una llamada pequeña. Y era lógico: la nota solo daba cuenta de los temas discutidos, ni siquiera incluía cómo habían votado los congresistas. Dos de los temas aprobados ese día eran muy importantes y en la sección de Pepe no había nada, ni una referencia. Le pregunté a Pepe qué había pasado y me dijo que no le habían dado el espacio, una explicación absurda. “Así es siempre”, me dijo mi jefe con algo de condescendencia. Y parece que sí, pues pasó por lo menos otras cinco o seis veces y dejé de llevar la cuenta. A Pepe nadie le decía que se calle, que no escriba, que no diga algo o que diga otra cosa; Pepe se editaba, se suprimía y se callaba él solito. “El periodista debe ser neutral”, me dijo malgeniado. Yo le dije que nadie podía justificar así algo como eso: omitir los hechos cuando estos pueden incomodar a alguien no es neutralidad, es miedo. Hoy, una parte muy importante de la prensa independiente está bajo ataque, precisamente, por no quedarse callada, por no editarse para que los grandes intereses no se incomoden. La Ley Mulder fue la primera parte de la respuesta beligerante a este hecho, la segunda, es el llamado de gente como Pablo Bustamante a que los empresarios dejen de financiar medios que están “contra el mercado y la democracia”. Mulder se apoyó en información deformada y medias verdades, pero Bustamente ni siquiera refiere cuáles son los presuntos mensajes en contra de los valores liberales, se queda en el ad hominem y no presenta una sola prueba. Por otro lado, y al mismo tiempo, se está difamando a periodistas incómodos de varios medios de comunicación. Como llamarlos “mermeleros” ya no impacta, están debutando el “montesinista” o, como vemos, “enemigo de la democracia” o “del mercado”; como quien acusa a un “enemigo de Yahvé” sin, otra vez, presentar una sola razón ni una sola prueba. El Keikismo se siente rodeado y está a la ofensiva, movilizando a todos sus esbirros, desde sus trolls pagados con dinero de los impuestos de todos, hasta sus contactos en los grandes gremios empresariales, exigiéndoles demostraciones de fidelidad (aunque muchos lo hacen porque les nace). Ante tantas evidencias, nadie que pretenda llamarse “periodista” puede quedarse callado o ponerse de costado o no referirse con tibieza al elefante rosado sentado en medio de la sala sin convertirse en un maniquí o un traidor a su vocación, oficio o profesión. Pepe, en realidad, había dejado de ser periodista hacía mucho tiempo, cuando decidió que pasar piola era más “rentable” que comprarse el pleito de decir la verdad tal y como él la veía solo para no joder a nadie. Porque la verdad siempre ofende. Y si no ofende a nadie, entonces no es verdad.