Esta semana nos enteramos de algo que, la verdad, no sorprendió demasiado: que Dina Boluarte gobierna más con brujos y chamanes que con sus ministros. De hecho, se reveló -en el libro Rolexgate, del periodista Ernesto Cabral- que el día que la fiscalía fue a intervenir Palacio en el marco de la investigación de los célebres Rólex, encontró en la cartera de la doña un muñeco vudú que, en lugar de dedos en los pies, tenía cabecitas humanas que serían las de sus enemigos. ¿Quiénes? Pues yo, como medio país, pagaría por saberlo.
Ahora, ¿qué tan grave es que una jefa de Estado crea en esas supercherías y que, por si fuera poco, esté dispuesta a dañar a terceros mediante trucos inservibles? Como en el caso de Javier Milei, que “recibe” consejos de su perro muerto, el muñequito vudú de Boluarte habla más de su escaso equilibrio emocional y su frágil estado mental que de sus capacidades -que son nulas, pero eso ya lo sabíamos-, lo que convierte esta anécdota en un asunto preocupante: ¿de verdad alguien que no está en sus cabales puede tener el destino de una nación en sus manos?
El problema es que, a lo largo de nuestra historia reciente, hemos elegido a gente que ya mostraba red flags parecidas -Alberto Fujimori consultando con Rosita Chu, Alejandro Toledo abusando del alcohol, Alan García pateando manifestantes- mientras, de otro lado, descartábamos a gente competente por razones triviales, lo que demuestra que, a la hora de valorar a un político, solemos caer en el reduccionismo más ingenuo y dispararnos en el pie.
Por eso, faltando año y medio para decidir quién gobernará el Perú, sería bueno que vayamos sopesando cuáles son los requisitos que debe cumplir un candidatopara confiar en él y cuáles son pecados veniales que podemos perdonar en aras de un manejo responsable y honesto. No, no esperamos que el próximo presidente sea un hada transparente o un ángel inmaculado. Basta con un ser humano normal, con defectos y virtudes, pero que no termine traicionando nuestro voto a la primera de bastos o destrozando las instituciones por conveniencias particulares.
Primero, no es asunto nuestro lo que ocurra con la vida privada de un candidato, mientras no sea con nuestro dinero o viole de alguna manera el código penal. ¿Ejemplo? Una infidelidad. Ese es un tema que se resuelve -o disuelve- desde la pareja y no desde el juicio público. No podemos dejar que nuestra pacatería nos prive de un buen prospecto de mandatario.
Segundo, lo que el candidato hizo en su juventud. Recordemos cuando, en el debate presidencial del 90,Alberto Fujimori quiso golpear a Mario Vargas Llosa, porque éste había probado mariguana en sus años universitarios. O, peor aún, el terruqueo al que se somete a gente que, de joven, militó en la izquierda. La gente cambia, para bien o para mal. Si no, veamos a don Fernando Rospigliosi, que de militante de la radical Vanguardia Revolucionaria de los años 70 terminó convertido en el pensamiento guía de Fuerza Popular.
Tercero, su familia o clase social. Hay quienes juzgan a los demás por el hogar en que nacieron, pero está demostrado que eso es irrelevante, mientras haya un genuino afán de servicio. Y hay gente buena y competente en todos los estratos sociales, así como sicópatas que usan el poder en su beneficio. El individuo se mide por sí mismo, en sus esfuerzos y logros, pero, sobre todo, por su integridad como ser humano.
Pero hay cosas imperdonables que deben provocar el descarte imediato. Primero, la incoherencia entre los dichos y los hechos. Se suele decir que un político miente por pulsión, pero ese es un mito. Podemos aguantar que trate de dorarnos la píldora en algún asunto específico, pero cuando una persona miente compulsivamente se trata de una bandera roja del tamaño del Campo de Marte.
Segundo, los delitos en su esfera privada. Si bien la intimidad de un político es respetable, no podemos aceptar, por ejemplo, la violencia familiar o el uso de dinero público para financiar sus affaires extramaritales o, peor aún, que utilice su cargo para conseguir el favor de sus objetivos amorosos. Y sin ser delito, un evidente desequilibrio mental debería descartar de plano a un aspirante a presidente.
Tercero, la tendencia a la corruptela. Basta mirar a muchos ministros y congresistas. O revisar por qué la mayor parte de los últimos presidentes ha terminado ante la justicia. La proclividad a la corrupción, sea del tipo que sea, es algo que tendremos que chequear con lupa. Y no es difícil: basta ver las denuncias en los medios independientes. O hacerse una simple pregunta: ¿dejaría en manos de ese candidato los ahorros de toda mi vida para que los administre? Vamos: respóndase con sinceridad.
Cuarto, el atentar contra el estado de derecho y la institucionalidad. Es decir, todo lo que este congreso que hoy gobierna se ha dedicado a hacer. La lista es larga, perobasta ver cómo han perseguido a la Junta Nacional de Justicia por motivos baladíes, cómo siguen tratando de capturar las instituciones electorales, como han destruido la Sunedu o hecho leyes que sirven a intereses ilegales.Mírelos bien: estos personajes son simplemente inelegibles.
Este parteaguas es fundamental porque, esta vez, será necesario que la persona que resulte elegida como presidente tenga una mayoría cómoda en el Congreso. ¿Para qué? Para que no vuelva a ocurrir lo que con PPK, Vizcarra, Castillo y hasta la propia Boluarte: un mandatario tan débil que las fuerzas liliputienses del parlamento se alineen y puedan someterlo o vacarlo. Usted dirá que dar tanto poder a una sola persona (ocurrió con Alan García en el 85) es un riesgo, pero lo tendremos que correr si queremos que las cosas cambien.
Periodista por la UNMSM. Se inició en 1979 como reportera, luego editora de revistas, entrevistadora y columnista. En tv, conductora de reality show y, en radio, un programa de comentarios sobre tv. Ha publicado libro de autoayuda para parejas, y otro, para adolescentes. Videocolumna política y coconduce entrevistas (Entrometidas) en LaMula.pe.