La muerte de Alberto Fujimori me sorprende en Villa Crespo, un barrio ubicado a seis kilómetros del Obelisco de Buenos Aires. Ya se me va haciendo costumbre que si salgo del país –y mi programa televisivo queda a cargo del buen Jimmy Chinchay–, una noticia de impacto me pesca no bien se me ocurre tomar unas cortas vacaciones. La vez anterior de un hecho que activó las alarmas de la República me sobrevino cuando fui a conocer Nueva York.
Cayó Pedro Castillo tras su cretino golpe y ese turbulento 2022 me pidió descanso. Total, eran solo dos semanas y media. Al quinto día en Manhattan, Twitter me avisa de uno, dos, tres muertos. A la mitad de esas vacaciones, y ante la represión que llevaba quince muertos hasta entonces, decidí adelantar mi regreso. No pude ir a Nueva Jersey a recibir un generoso premio que una comunidad de peruanos tenía preparado para mí. No pude ir a Washington DC ni a ver a Lincoln. Volví a Lima, resignado y convencido, que el opening del programa debía ser dedicado a los muertos, leyendo sus nombres y apellidos uno a uno, exigiendo justicia por ese horroroso final en sus vidas.
La expiración de Fujimori me sorprende en el Buenos Aires, al que llegué por primera vez en el año 2005, empujado y urgido por poner al aire los trastos y las fugas de la corrupción entre 1990 y 2000. Debuté como reportero dominical en tierras porteñas, a los 28 años, detrás de los empresarios José Enrique y José Francisco Crousillat. Aprovecharon el sálvese quien pueda de lo que devino con la caída del régimen, buscando refugio en estos lares donde crecieron y vivieron muchos años antes de someterse a Fujimori y Montesinos. Cuando llegamos hasta aquí, junto a mi camarógrafo Carlos Mauriola, no paramos hasta poncharlos y ponerlos al aire cazados y esposados por la justicia argentina. Los dos, padre e hijo, fueron parte de una larga lista de corrompidos por los siameses del poder. Congresistas dispuestos a cualquier pedazo de la torta, jefes de las tres Fuerzas Armadas subordinados al poder político y al poder de facto. Magistrados del Poder Judicial y las Fiscalías, cuyo jefe nominal fue un tal Alejandro Rodríguez Medrano. Políticos presurosos por limpiarse del chantaje al que se les sometió para liquidar a los partidos. Estrellas de televisión buscando ventajas y limpiar su legajo. Publicistas y banqueros que se sentaron en ese diabólico sillón del Servicio de Inteligencia Nacional, jubilosos por llevarse en peso el erario. Esa telaraña de corrupción a gran escala fue posible, sí y solo sí, con el poder que Montesinos recibió de Fujimori: el exdictador, el expresidente, el exautócrata, el excandidato al senado japonés, el exreo, el excondenado por corrupción y matanzas a gente inocente –en el derecho internacional, a esto último se le llama violaciones a los derechos humanos o consumar delitos de lesa humanidad–.
Elija el excargo que prefiera, amable lector.
La parca de Alberto Kenya no puede significar ni su heroicidad –cosa absurda y falsa–, ni su demonización. Desde 1992, se produce una transformación del Perú. Comenzando por la conversión del propio Fujimori, quien llega a la presidencia con el voto de la izquierda. Ni el keikismo de hoy lo podría creer, pero así lo dice la historia. Su oponente, Mario Vargas Llosa, es quien plantea la liberalización de la economía tras el desastre de Alan García, el padrino del ingeniero de la honradez, tecnología y trabajo. Fujimori traiciona sus programas de campaña y aplica los de su derrotado rival de 1990, al punto de traicionar a su propio mentor García al que persiguió como reo contumaz. Dos años después se decapitan todas las instituciones para el surgimiento de una dictadura. El golpe de Fujimori abrió el dique de la polarización que padecemos hasta hoy. Las inversiones nos trajeron progreso, empleo y una drástica reducción de la inflación. Pero el precio fue muy alto. Fujimori no llegó con una varita mágica y no es que resolvió todo de un plomazo, como sus partidarios quieren reescribir la historia.
La economía comenzó a resucitar luego del 12 de setiembre del 92. No fue con el quediosnosayude de Juan Carlos Hurtado Miller. La caída de Abimael Guzmán catapultó el despegue económico. Solo basta revisar las cifras de la Bolsa de Valores de entonces para notar que fue en ese instante en que la economía peruana salió de alta. Fujimori pescaba en la selva cuando se enteró de la captura del siglo XX. La televisión mostró a Ketín Vidal reduciendo a Gonzalo, aquel asesino que se creyó el Pol Pot peruano –que si por él hubiese sido nos reventaba un zeppelin de anfo y dinamita, a lo largo y ancho del territorio nacional–. Fue un sábado a la noche. Mi barrio entero celebró su caída, como si hubiésemos clasificado al mundial.
Esto no significó que las políticas del régimen terminaron necesariamente derrotando a Sendero Luminoso y al MRTA de un plomazo, que es como se dice hoy en tiempos del keikismo. Contradictoriamente, Fujimori y Montesinos desarmaron la Dincote. El trabajo de Vidal y todo el GEIN se terminó contaminando con los venenos del poder detrás del trono. No caben monumentos en esta historia de más grises que claros para el Perú.
Con la muerte de Fujimori, la memoria nos recuerda el robo de miles de millones de dólares en una corrupción que el propio muerto terminó aceptando en vida ante los tribunales. En 1990, el Perú estaba jaqueado por una economía ahogada de muerte y un terrorismo que nos había desangrado lo suficiente hasta entonces. Pero no nos merecíamos muertos inocentes, con tal de decir que la paz había ganado. Ninguno de esos muertos recibió honores, ni perdones, ni tres días de duelo nacional desde el Estado peruano. Por largos años, sus partidarios se encargaron de terruquear esas muertes. Sus detractores etiquetan de genocida a Fujimori y el subtexto que queda es como si hubiese sido igual a Guzmán. Murieron el mismo día, pero me resisto a pensar que ambos fueron lo mismo. La polarización nos deja sin aire en el velorio de un Fujimori que arroja en la orilla al keikismo. Quisieron postular al hoy extinto Kenya, con tal de hacer brillar a la hija que no ha ganado ni una sola elección. Sendero quiso hacerse del poder a costa de una guerra popular cuyo derramamiento de sangre solo es comparable con la guerra del Pacífico, según el informe final de la CVR. El keikismo devolvió a la cárcel al viejo Fujimori, con tal de ganar una pelea de poca monta entre dos hermanos. Políticamente hablando, es ese keikismo el que hoy agoniza y, tras la muerte del patriarca, sus días parecen estar contados. Y la polarización que ha soportado el Perú, por más de treinta años, tiene también los días contados.
Comenzó su carrera en 1999 en el equipo fundador del Canal N. Durante todo el año 2005, hizo reportajes de investigación para el programa Cuarto poder, de América Televisión. Entre 2006 y 2007, fue editor general de Terra TV, un canal de televisión por internet de Terra Networks. Desde octubre de 2018 a marzo del 2022, dirigió el programa diario Nada está dicho por el canal de pago RPP TV. Desde el 2 de mayo de 2022, regresó a Canal N para dirigir el programa de entrevistas de política y actualidad: Octavo mandamiento.