Fue patético el espectáculo de Bolsonaro admitiendo implícitamente que había perdido las elecciones, pero sin mencionar al contrincante que lo había derrotado, menos aún deseándole lo mejor por el bien de su país. Lo que no fue es sorprendente. Más aún, fue un alivio esta concesión a regañadientes. Mucha gente temía (otra deseaba) que asumiera una postura de berrinche negacionista a lo Trump o, entre nosotros, a lo Keiko Fujimori.
El margen estrecho de votos de diferencia facilita estas actitudes de inmadurez emocional, pero no es la explicación de fondo. Quienes están persuadidos de que el poder es su derecho, entran en negación como en la fase inicial de cualquier proceso de duelo. Asimismo, su siguiente paso es la violencia por sentirse desposeídos de algo que consideraban suyo. ¿Cómo me va a vencer un obrero sindicalista, chato y feo, a mí que soy la encarnación de la superioridad física y mental de Brasil? ¿Cómo me va a ganar un viejo demócrata cuya vicepresidenta es una mujer mulata (¡Kamala!) a mí que represento la supremacía blanca? ¿Es concebible que me supere en las urnas un profesor de una remota provincia que no sabe lo que es el PBI ni expresarse con corrección?
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Las heridas narcisistas, la humillación, representan solo una faceta de estas respuestas de estupor y rabia. En el caso de Fujimori, buena parte de las élites económicas y políticas fomentaron la narrativa del fraude, con los resultados por todos conocidos. El hecho que el ganador resultara un fiasco y fuera, como dice César Hildebrandt, el genuino fraude, no cambia los resultados de las elecciones. Tampoco repara el daño que le hizo a la democracia esa actitud infantil y desbordada, tal como se vio en el asalto al Capitolio o en los actos de violencia en Brasil.
Esta incapacidad de reconocer la voluntad popular cuando no conviene, trasciende las diferencias políticas o los esquemas de izquierda y derecha. Hemos visto a Daniel Ortega –quien se dice de izquierda pero es un simple dictador corrupto– amañar las elecciones para no correr el riesgo de verse en el trance descrito.
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La política siempre ha recurrido a los afectos más primarios: miedo, ira, narcisismo discriminatorio, etcétera. Lo novedoso es que esos afectos sean cada vez más instrumentales en la conquista del poder, al punto que las reacciones como las mencionadas tengan un aspecto kitsch, que sería tan solo ridículo sino fuera amenazante para la democracia.
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