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Nueva York: ¿perderá su corona de estado imperio?

El periodista peruano José Luis Reyes, radicado en Estados Unidos, escribe una crónica sobre cómo se vive la emergencia por el COVID-19 en la Gran Manzana, que tiene ya 60 mil contagiados.

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Por: José Luis Reyes

El escritor Paul Auster, nacido en Brooklyn, subrayó en su novela corta Ciudad de cristal, que Nueva York "era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre dejaba la sensación de estar perdido”. Ahora la ciudad que nunca duerme está perdida y da señales de haber ingresado a un mundo onírico, alucinante, a una pesadilla de la que nadie sabe cuándo despertará. El Times Square y el Central Park son los lugares turísticos más visitados del mundo. El año pasado 50 millones de turistas quedaron boquiabiertos con las inmensas pantallas y luces del Times Square y otra cantidad similar visitó el mítico parque newyorquino. Desde hace un par de semanas, el accionar del coronavirus ha logrado lo imposible: convertirlos en espacios fantasmales.

Tanto el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, como el alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill De Blasio, han predicho una verdadera calamidad para las próximas semanas. Las últimas estadísticas dan credibilidad a ese pronóstico: 60 mil infectados en el estado de Nueva York, de los cuales 35 mil han ocurrido en la ciudad compuesta por cinco condados: Brooklyn, Bronx, Manhattan, Queens y Staten Island, que cuentan con poco más de 8 millones de habitantes. Todos los pronósticos sostienen que para abril, más de 100 mil neoyorquinos estarán infectados con el COVID-19. En este escenario apocalíptico, el presidente Trump ha anunciado que para la Semana Santa la vida en los Estados Unidos volverá a la normalidad. Este despropósito presidencial ha recibido crítica de todos los sectores políticos y científicos.

En Queens, ciudad donde se habla 179 diferentes idiomas, la vida se ha trastocado. En el barrio de Flushing, donde habita una gran comunidad china, las principales calles, como la Main Street, siempre estaban aglomeradas. Ahora se puede apreciar un vacío humano y los comercios abren sus puertas casi con desconfianza. Me atreví a dar un último paseo por la ciudad antes de ingresar a una cuarentena o cincuentena o el tiempo que sea necesario. Salí a las nueve de la mañana. Mi esposa Madeleine, una valiente enfermera, se quedó esta vez en casa cuidando a mi hija Madison. La idea era que yo vaya al supermercado Stop & Shop y consiga pollo, a como dé lugar. El pollo se ha convertido en un alimento preciado y ningún supermercado de Queens lo tenía.

Conocer que el COVID-19 nació, creció y se reprodujo en China, y vivir en un barrio chino, era un componente adicional para estar aterrorizado. El virus estaba a la vuelta de la esquina, en el piso de arriba o en la lavandería del sótano. Con una bolsa en mano y enmascarado, salí de mi departamento. Traté de no tocar nada. Llevaba un frasco de hand sanitizer en mi bolsillo. Pasé por el ascensor, la puerta de salida y no me tropecé con nadie. Seguía airoso. Ya en la calle estiré mi cuello y miré intensamente de izquierda a derecha en forma de abanico. Nadie asomaba. Agazapado seguí caminando hasta que alcancé mi auto. Sí, ahí estaban. Los chinos y coreanos de mi barrio caminaban alrededor de la cuadra, todos con mascara de protección, una y otra vez. Enrumbe por el Whitestone Highway, una carretera congestionada con enormes camiones y miles de carros. Ahora solo se sentía el rugir del viento y el sol apretujaba a cada instante.

El inmenso parque Flushing era un bosque desolado, solo había un grupo de hispanos con la camiseta de la selección de Ecuador que, al parecer, no habían captado el mensaje del gobernador Cuomo. Los ecuatorianos jugaban fútbol gozosos, incluso llevaron varias fuentes de comida. Una ambulancia pasó presurosa y decidí seguirla. Pertenecía al Hospital de Elmuhurst, el centro hospitalario donde, solo el 25 de marzo, murieron 13 pacientes infectados con el COVID-19. Es un hospital público, ubicado en el corazón del barrio hispano. Ahora su capacidad de 545 camas ha sido desbordada. Cientos de pacientes esperan ser atendidos en la sala de emergencia. “Más de uno ha muerto mientras esperaba”, reporta el New York Times. En el parqueo del hospital se ha colocado un camión-congeladora para depositar los cadáveres. El epicentro de la epidemia en Estados Unidos es Nueva York y el condado de Queens es el epicentro de la Gran Manzana con más de siete mil casos.

Continúo por la Long Island Expressway para cruzar luego el Midtown Tunnel y llegar a Manhattan. La carretera, de las más congestionadas del país, a la distancia manifiesta un tráfico ligero, imposible de creer. Crucé el túnel y tomé la segunda avenida hasta la 42 Street. Manhattan era una ciudad fantasma: carros recolectores de basura, camiones proveedores de productos alimenticios, algunos taxis amarillos y de Uber.

Por fin en el Times Square, todavía recuerdo cuando un joven desequilibrado montado en su auto, se subió a la vereda y atropelló a una decena de turistas que en ese momento estaban aglomerados en cada espacio del centro turístico. Ahora las veredas están bloqueadas con poderosos bloques de cemento. Esos bloques yacen ahí inertes, sin espíritu, sin salsa, sin nadie que deje su firma o pose encima de ellos para una foto. Times Square, a las 11 y 30 de la mañana, con sus portentosas pantallas con avisos de las corporaciones más importantes del mundo sigue brillando, aunque una de ellas informa sobre el desarrollo de la pandemia, con números que reflejan los infectados y muertos en el globo. Los Estados Unidos, con más 85 mil infectados, ya lidera los positivos con el COVID-19 en el mundo. A su derecha otra pantalla, igual de trágica, demuestra cifras en color rojo con una flecha que va cuesta abajo. La Bolsa de valores de Nueva York, las más poderosa del mundo, se está desplomando y el desempleo, en menos de un mes, ya bordea los cuatro millones.

De regreso googleo para ubicar un supermercado. A cinco cuadras hay un Key Food. Ingreso al estacionamiento, me arreglo la máscara, pongo mis lentes sobre ella para evitar que mi respiración opaque las lunas de mis anteojos. Encojo mis manos y empujo las puertas con mi puño envuelto en mi casaca. Voy directo a la sección carnes y, sí, por fin encontré pollo. Pude capturar tres bandejas de pollo: una de piernas, otra de entrepiernas y la última de pechuga.

La incertidumbre me agobia, dar clases online me alivia. Ver a mi esposa ir al trabajo me asusta. Ver a mi hija leer, hacer sus tareas, jugar, saltar y bailar, me alegra.

A todo esto ¿qué estará haciendo en estos tiempos de pandemia el gran escritor Paul Auster? Con 73 años, seguramente debe estar encerrado en su fortaleza intelectual en Park Slope, en Brooklyn. En una entrevista le preguntaron:

-Señor Auster, no parece muy interesado en el nuevo presidente de los Estados Unidos.

-Estoy enojado, confundido, horrorizado por lo que hemos hecho. Hay años difíciles por delante, no solo para Estados Unidos, sino para todo el mundo. Solo puedo esperar que pronto (Donald Trump) haga algo tan terrible que lo destituyan de su cargo. Estoy preparado para lo peor.

¿Y qué es lo peor? ¿La pandemia del COVID-19 que arrasa contra los neoyorquinos o un presidente millonario que quiere volver a la normalidad aprovechando una fiesta religiosa? Sacrificar vidas para salvar la economía. Un absurdo propio de los ultraconservadores. Tenemos que estar preparados para lo peor, como ya lo está Paul Auster.

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