Después de su derrota en 2011, Keiko Fujimori reconstruyó su partido, fortaleciendo su organización y renovando su liderazgo. Percibió que el fujimorismo de 2011–representado todavía por “históricos” como Aguinaga, Chávez, y Cuculiza– estaba demasiado ligado al autoritarismo de su padre. Y decidió –aparentemente contra la voluntad de Alberto– excluir a la vieja guardia de la lista parlamentaria de Fuerza Popular. Reclutó a varias figuras sin pasado fujimorista (Galarreta, Alcorta, Huaroc, Vilcatoma) que, junto con los reclutas de 2011 (Becerril, Spadaro, Juan José Díaz, Joaquín Ramírez) y algunos viejos fujimoristas marginales (Chlimper), cambiaron el rostro del fujimorismo. De hecho, casi todos los miembros del actual Comité Ejecutivo de FP entraron al fujimorismo después de la caída de Alberto. En términos de personal, entonces, Fuerza Popular se ha renovado. Comparado con el fujimorismo de 2006 y 2011, su dirigencia tiene menos vínculos con Alberto Fujimori, el régimen de los noventa, y los militares. Y como la mayoría de los partidos peruanos, está cada vez más compuesto por jales, tránsfugas, y novatos. Renovarse no necesariamente significa mejorar. Un cambio de personal genera la oportunidad de crear un partido más moderado o democrático, pero no garantiza nada. Mucho depende del carácter de las nuevas caras y de la estructura de poder interna. La renovación fujimorista no iba a producir un partido plenamente desvinculado de su pasado. No iba a producir un partido liberal o progresista. Las transformaciones partidarias no son así: son lentas y siempre parciales. Siempre persisten rasgos del pasado. Sería absurdo, entonces, esperar un fujimorismo caviar. En el mejor de los casos, una renovación generaría un partido menos anclado a Alberto Fujimori y al autoritarismo de los 90. Menos revanchista e intolerante. Un partido que quizás nos disgusta, pero que no nos aterroriza. Aun tomando en cuenta estas advertencias, la renovación fujimorista ha sido un desastre. Las caras nuevas no mejoraron la imagen del partido. Siguen siendo asociados con la criminalidad. La lista parlamentaria–encabezada por Cecilia Chacon– incluía 18 candidatos con antecedentes judiciales y procesos en curso. Y según medios creíbles, el Secretario General de Fuerza Popular, Joaquín Ramírez, está siendo investigado por la DEA por lavado de dinero y narcotráfico. Hay fuertes sospechas, entonces, de que el principal financista del fujimorismo keikista es un criminal. Los nuevos fujimoristas tampoco son demócratas. Los líderes del fujimorismo renovado han mostrado reflejos bastante autoritarios. El personero legal de FP, Pier Figari, y el congresista Héctor Becerril llamaron “terroristas” o “primos hermanos de terroristas” a manifestantes antiKeiko. Estos reflejos –típicos del viejo fujimorismo– muestran claramente que la intolerancia persiste en FP. Peor aún fue el comportamiento montesinista (no hay otra manera de describirlo) de José Chlimper cuando buscó manipular a los medios con un audio adulterado. El fujimorismo de 2016, entonces, tiene muchas caras nuevas pero pocas manos limpias. Está menos vinculado al régimen de los noventa, pero no se ha purgado de elementos criminales, intolerantes, e irrespetuosos de las reglas del juego democrático. Como consecuencia, sigue siendo un peligro para la democracia. Keiko podría haber limitado el daño de su fallida renovación. Como líder indiscutida de un partido personalista, podría haber intervenido para castigar y purgar a los nuevos fujimoristas que exhibían la mismas tendencias hacia la criminalidad (Chacón, Ramírez), la intolerancia (Becerril, Figari), y la manipulación montesinista (Chlimper) que la vieja guardia. Pero no lo hizo. Sea por debilidad o porque confiaba en ganar igual, dejó florecer la bestialidad del “nuevo” fujimorismo a la vista de todos. ¿Cómo explicar esta renovación tan accidentada? Para muchos, el fujimorismo nunca cambió. La versión dura de esta perspectiva es que la vieja estructura del poder fujimorista sigue intacto: Alberto sigue mandando; no hay diferencia entre albertistas y keikistas; la renovación fue puro teatro. Otra versión es que la renovación de personal importa poco, porque la esencia del fujimorismo no cambia. La corrupción y el autoritarismo están en su ADN. (El fujimorismo ha hecho poco para desmentir este razonamiento.) Pero hay otra explicación. Sin negar que la cultura fujimorista sigue siendo intolerante y abierta a la criminalidad, la renovación fujimorista enfrentó un problema adicional: una pobre oferta de nuevos políticos. La pobre oferta de políticos es un problema generalizado en el Perú. Gracias al colapso de los partidos, los políticos profesionales están desapareciendo. Los nuevos políticos no son militantes con experiencia y vocación pública. Son novatos, muchos de los cuales buscan fines particulares (como enriquecerse). El déficit de buenos políticos afecta a todos los partidos. FP no fue el único partido plagado con candidatos cuestionados: las listas de PPK, Guzmán, y Acuña eran iguales o peores. Pero el problema de reclutamiento es mucho más grave para el fujimorismo, gracias al antifujimorismo. Todavía hay muchos políticos, tecnócratas, y empresarios peruanos que no quieren tener nada con el fujimorismo. Keiko ha trabajado de una manera incesante para reclutar políticos de buena imagen (según Martín Vizcarra, él fue uno de ellos). Pero ha tenido poco éxito. Para muchos, es cuestión de principios. Para otros, es cuestión de imagen. En el ámbito internacional, y en una parte del establishment peruano, pintarse naranja sigue siendo mal visto. Esto es un fenómeno importante. Los políticos peruanos se han convertido en tránsfugas permanentes, dispuestos a jugar con casi cualquier equipo. Pero aun en este contexto de promiscuidad partidaria, el fujimorismo sigue siendo una línea roja que pocos están dispuestos a cruzar. Varios políticos de peso buscaron nuevos hogares partidarios en 2016: Vizcarra, Villarán, Townsend, Bruce, Mora, Sheput, Villanueva, Tejada. Pero con la excepción de Vladimiro Huaroc (que quedó aislado y desprestigiado), solo los ultraderechistas (Alcorta) y los ultraoportunistas (De Soto) cruzaron la línea fujimorista Ocurrió algo parecido con los empresarios. Los fujimoristas se quejan de que muchos empresarios no quieren financiarlos, que siempre prefieren a políticos más pitucos como Lourdes Flores o PPK. Por eso, tuvieron que buscar otras fuentes de financiamiento, incluyendo empresarios (como Ramírez) sospechosos de actividades ilícitas y con empresas “offshore” revelados por los Panama Papers. La persistencia del antifujimorismo, entonces, ha tenido un efecto paradójico: pone límites al fujimorismo (que es clave para la democracia) pero al mismo tiempo inhibe su transformación. Esta “guetización” podría costarle la elección a Keiko. Pero si gana, el costo lo pagaría la democracia peruana.