El lamentable impeachment de Dilma Rousseff (Dilma no ha sido acusada de corrupción, mientras los que organizaron su destitución sí) es una de las múltiples crisis asociadas con el presidencialismo latinoamericano. Según la politóloga Gretchen Helmke, 18 presidentes latinoamericanos han sido removidos antes de tiempo desde 1985. Y han surgido 91 choques entre el Ejecutivo y el Congreso o Poder Judicial, en los que cada uno busca cambiar la composición del otro de manera irregular. Hace décadas, el politólogo español Juan Linz sostuvo que el presidencialismo era peligroso para la democracia latinoamericana por dos razones principales. Una era la propensión al choque de poderes generada por el gobierno dividido (situación en la cual un partido controla la presidencia y otro controla al Congreso). Según Linz, en una democracia nueva o frágil, el gobierno dividido aumenta el riesgo de un severo conflicto entre el Presidente y el Congreso, que termina en una guerra que desborda las normas constitucionales. El gobierno dividido es común en América Latina. Entre 1978 y 2002, el 70% de los presidentes latinoamericanos carecían de una mayoría legislativa. Otro peligro del presidencialismo, según Linz, es su rigidez. El mandato presidencial es fijo. Salvo en casos excepcionales, el Presidente debe cumplirlo. Pero debido a la frecuencia de las crisis en América Latina, muchos presidentes sufren fuertes caídas de popularidad durante sus primeros años. Presidentes como Carlos Andrés Pérez (Venezuela), Fernando de la Rúa (Argentina), y Alejandro Toledo cayeron por debajo de 10%; Dilma cayó a 11% Cuando el gobierno pierde el apoyo del 90% de la sociedad, se paraliza y, muchas veces, cae en crisis. Para Linz, el presidencialismo no ofrece una salida institucional a las crisis generadas por los choques de poderes o los presidentes fallidos. Y eso fomenta la intervención militar. Según Linz, un sistema parlamentario ayudaría a evitar estas crisis. No hay choques de poderes en una democracia parlamentaria, porque el Primer Ministro tiene que construir una mayoría parlamentaria para gobernar. Es imposible que el Parlamento esté en manos de la oposición. Y si el Primer Ministro pierde su mayoría parlamentaria, o si se vuelve muy impopular, puede ser removido a través de un voto de no confianza. No hay que esperar hasta el fin de su mandato. Y no hay que llamar a los militares. Linz escribió su texto original durante la Guerra Fría, cuando los golpes militares eran frecuentes. El mundo ha cambiado. A partir de 1990 se volvió casi imposible sostener una dictadura militar en América Latina. Los golpes militares –estilo Velasco o Pinochet– casi desaparecieron. (Solo dos presidentes latinoamericanos han sido derrocados por golpes en los últimos 25 años: Jamil Mahuad en 2000 y Manuel Zelaya en 2009). La (casi) desaparición de la intervención militar cambió la naturaleza de las crisis del presidencialismo. Ahora, con los militares en los cuarteles, el Presidente y el Congreso tienen que resolver sus conflictos entre ellos. A veces gana el Presidente. Fujimori lo hizo con un autogolpe (apoyado por los militares). Chávez y Correa utilizaron mecanismos plebiscitarios para atacar, cerrar, y eventualmente dominar el Congreso. Los autogolpes siempre terminan en autoritarismo. Al triunfar en un choque de poderes, el Presidente puede ejercer su control sobre todas las instituciones del Estado. Con el poder concentrado en sus manos, tiene un cheque en blanco. Puede cambiar o manipular las reglas para debilitar a sus rivales y perpetuarse en el poder. Pocos resisten esa tentación. Los autogolpes no son nuevos en América Latina. Antes de Fujimori y Chávez estuvieron Perón, Vargas, y Velasco Ibarra. Más novedosa es la derrota del Presidente no por los militares sino por el Congreso o la protesta callejera. Según los politólogos Aníbal Pérez Liñan y Kathryn Hochstetler, los presidentes caen cuando: (1) Hay un escándalo de corrupción muy público; (2) hay una crisis económica que genera protesta; y (3) el Presidente pierde su coalición legislativa. El Presidente puede soportar un escándalo o una crisis si tiene aliados en el Congreso (Samper, Lula), y puede soportar la pérdida del apoyo legislativo si no hay crisis y protesta (Toledo). Pero la combinación de escándalo, crisis económica, y aislamiento legislativo es fatal (Collor, De la Rúa, y ahora Rousseff). En cierto sentido, el impeachment funciona como sustituto de los golpes militares. Es un mecanismo alternativo para remover un Presidente (percibido como) fallido. Pero no es equivalente a un golpe. Los golpes militares destruyen a la democracia, los impeachment no. Un impeachment no es acompañado por un “estado de excepción” que suspende la Constitución y los derechos civiles. No provoca el cierre del Congreso, la intervención del Poder Judicial, la cancelación de elecciones, o la represión de la oposición y la sociedad civil. De hecho, el impeachment del Presidente hace menos daño a la democracia que un autogolpe o una “revolución bolivariana”, porque genera una concentración del poder. A diferencia del Ejecutivo, un Congreso representa múltiples fuerzas políticas que tienen que compartir el poder. Después de un impeachment, no surge un presidente fuerte capaz de perpetuarse en el poder, sino un presidente transicional, basado en una coalición multipartidaria, que solo gobierna hasta la próxima elección. De hecho, en casos como Brasil (1992), Guatemala (1993, 2015), Venezuela (1993), Ecuador (1997, 2005), Paraguay (1999), Argentina (2001), y Bolivia (2003), el impeachment o la renuncia forzada del Presidente no debilitó seriamente al régimen. (El impeachment de Lugo en Paraguay, un acto bastante irregular promovido por una elite cohesionada y ligada a los militares, fue más parecido a un golpe.) Algunos politólogos ven el surgimiento del impeachment en América Latina con optimismo. Para ellos sería una solución institucional al problema de los presidentes fallidos. Funcionaría como el voto de no confianza en los sistemas parlamentarios, y ayudaría a “flexibilizar” lademocracia presidencialista. No soy tan optimista. Muchos impeachment latinoamericanos (incluyendo, en mi opinión, el de Dilma), son procesos politizados promovidos muchas veces por políticos que han sido derrotados en las urnas. El uso del impeachment de una manera politizada debilitaría, y no fortalecería, las instituciones democráticas. Ecuador (donde cayeron tres presidentes consecutivos entre 1997 y 2005) es un caso ejemplar. El impeachment es bastante preferible al golpe militar, pero debe ser una solución de última instancia contra presidentes corruptos o abusivos (como Fujimori), y no presidentes débiles e impopulares (como Dilma). El Perú no ha sufrido una crisis presidencial desde la caída de Fujimori. Bajo una presidencia de PPK, un político poco hábil que enfrentaría un Congreso fujimorista, el riesgo de crisis aumentaría. Lamentablemente, la alternativa –una presidencia fujimorista, con mayoría legislativa– es aún más peligrosa.