Domingo

Chile-Perú: estallidos comparados

“Llama la atención que la irreductible injerencia del expresidente boliviano no haya merecido reproche -que se sepa- del presidente incumbente de Bolivia ni de la OEA”.

"Llama la atención que la irreductible injerencia del expresidente boliviano no haya merecido reproche -que se sepa- del presidente incumbente de Bolivia ni de la OEA”. Imagen: composición LR
"Llama la atención que la irreductible injerencia del expresidente boliviano no haya merecido reproche -que se sepa- del presidente incumbente de Bolivia ni de la OEA”. Imagen: composición LR

Aquí en mi sur, el estallido de la revuelta de 2019 produjo víctimas, vandalizó ciudades, incendió estaciones de metro y borró los vestigios de orden y autoridad del gobierno. “Estamos en guerra contra un enemigo implacable”, dijo Sebastián Piñera. Recién entonces nuestra denostada clase política coincidió con lo advertido por Georges Sorel (en 1907) a los parlamentarios franceses de izquierdas: si seguían alentando la violencia “desaparecerían las instituciones de las cuales viven”.

Al borde de la cornisa la evidencia fue ecuménica: era “la democracia, estúpido”. Pero, con la policía y la violencia desbordadas, ya no parecía sensato restablecer el orden y preservar la vida humana (incluyendo la propia) recurriendo a los militares. Ello implicaba un peligro mayor, pues los soldados no se entrenan para controlar paisanos… y tampoco quieren mucho a los políticos.

Fue así como -con excepción del Partido Comunista- se privilegió la continuidad institucional y se negoció un compromiso in extremis: un par de plebiscitos definiría si se requería o no una nueva constitución. Incluso el revolucionario diputado Gabriel Boric votó a favor, al costo de una funa de sus afines.

Tres años después, un balance paradójico dice que Boric asumió la presidencia y que una propuesta de constitución refundacional fue rechazada por paliza. Como efecto disperso, una mayoría buena onda cree que ya se recuperó el orden perdido, una minoría agnóstica apunta que eso se verá después de un nuevo proceso constituyente y una minoría irreductible piensa que solo llegó una tregua.

Lo único claro es que el país mantuvo la continuidad institucional.

Elizondo: "Creo que la opción no es refundar nuestros países, sino refundar nuestros partidos. Es la opción por la democracia perfectible, para evitar una calamidad segura”

Elizondo: "Creo que la opción no es refundar nuestros países, sino refundar nuestros partidos. Es la opción por la democracia perfectible, para evitar una calamidad segura”. Ilustración: Edward Andrade

Intervencionismo constitucionalizado

Es bueno tenerlo presente pues, Trump mediante, ni siquiera la democracia de los EE. UU. luce sólida y eso devalúa la continuidad.

Hoy se subestima en Lima, La Paz, Buenos Aires, Bogotá, Quito, Brasilia y México. A fines del siglo pasado se subestimó en Caracas y esto viene a cuento pues fue el exgolpista Hugo Chávez, quien primero tocó las teclas de una democracia malacatosa. Lo hizo para reemplazarla por una dictadura con legitimidad electoral y apoyo castrense, previa aprobación de una constitución personalizada.

Tras generar ese neoconstitucionalismo, adquirió un colchón de gobiernos afines que lo abrigaran contra las inclemencias de “el imperio”. Ese colchón, a su vez, justificó un neointervencionismo regional con la franquicia de un Bolívar manipulado, “el socialismo del siglo 21″ como lema y Nicolás Maduro como sucesor.

Tras 24 años de chavismo, se calcula que siete millones de venezolanos buscan otro país donde vivir.

Injerencia con chapa indígena

Con apoyo de Chávez, que quería bañarse “en una playa boliviana”, el presidente indígena Evo Morales impuso en Bolivia una constitución a su aire y judicializó en La Haya el lema “mar para Bolivia”. Luego, muerto Chávez en el poder, se autopercibió como su heredero legítimo y expresó su “derecho humano” a ser reelegido per secula. Duró en el cargo más que cualquier otro presidente, pero no para siempre. Un referéndum adverso, un notorio déficit de apoyo militar, un fracaso duro en La Haya y estallidos en las calles, le impusieron un exilio neobolivariano.

Pero, de vuelta en Bolivia, su vocación de poder se está mostrando superior al poder de la realidad. Sin varáyoc en ristre, está impulsando una política vecinal propia con cinco mandamientos: La democracia republicana es una forma neocolonial. Los países latinoamericanos deben ser refundados. Nuevas constituciones deben reconocer la plurinacionalidad. El “futuro radiante de la humanidad” debe ser sustituido por “el buen vivir” de los pueblos originarios. El internacionalismo proletario debe reemplazarse por el continentalismo de esos pueblos.

Según su asesor principal, el éxito de ese continentalismo depende de la previa obtención de un objetivo nacional: “mar para Bolivia”. En términos geográficos, esa paradoja implica una franja territorial entre Chile y el Perú, con acceso soberano al Océano Pacífico y administración inicial aymara.

Sería una ruptura flagrante de la continuidad geográfica chileno-peruana, pactada en el tratado de 1929 por los gobiernos de Augusto Leguía y Carlos Ibáñez.

De castaño a oscuro

Aunque demasiados analistas no lo captaron, el proyecto de Morales estuvo y está en proceso de ejecución. En Chile, se inició con la judicialización del objetivo marítimo y siguió con la promoción a domicilio de sus cinco mandamientos. En lo primero obtuvo un rotundo fallo negativo. En lo segundo tuvo un éxito efímero en la Convención Constitucional, pero culminó con un rotundo rechazo en el plebiscito de salida.

En el Perú, la injerencia de Morales presidente produjo concesiones acotadas (y no aprovechadas) en los puertos de Ilo y Matarani. Como expresidente, su empeño se volcó a la promoción de sus mandamientos bajo la chapa “Runasur”, con pretendida sede en el Cusco y con apoyo del presidente Pedro Castillo. Aquí chocó con diplomáticos que denunciaron su intromisión y con una comisión del Congreso que inició una investigación a Castillo por traición a la patria.

Tras la destitución de Castillo por intento de autogolpe de Estado, Morales dictaminó que eso fue fabricado desde los EE. UU., “por hablar de la Asamblea Constituyente”. Agregó que “el hermano pueblo peruano sabe que la única solución a la crisis es la refundación del Estado”.

Mientras escribo esta columna, un estallido insurreccional exige la renuncia de la presidenta interina Dina Boluarte y elecciones inmediatas. La información agrega que hay más de medio centenar de muertos, vandalismo, denuncias de separatismo, fakes sobre ingreso de tropas chilenas y “toma de Lima” en trámite.

En tal contexto, las fuerzas armadas han reiterado el respeto al Estado de derecho y cuidan la infraestructura crítica del país. La presidenta, por su parte, anunció elecciones en 2024 y prohibió el ingreso de Morales al Perú.

Como nota al margen, llama la atención que la irreductible injerencia del expresidente boliviano no haya merecido reproche -que se sepa- del presidente incumbente de Bolivia ni de la OEA.

Continuidad o naufragio

La ordalía de los estallidos insurreccionales ha puesto en primer plano el axioma sobre la relación entre la democracia y los partidos políticos, como base de la continuidad institucional.

Mi diagnóstico sintético, en el caso de Chile, es que la continuidad se ha preservado gracias a históricos reflejos de supervivencia en los partidos denostados y al escarmiento nacional con la ruptura de 1973. Así, pese al alto nivel de ingobernabilidad 2019-2022, pudo imponerse una convicción realista que puede expresarse con una metáfora: refundar un país con democracia socavada equivale a lanzarse al mar sin salvavidas, arguyendo que el barco comienza a hacer agua… pero sin detectar por dónde.

En el Perú, el diagnóstico luce más arduo, porque el sistema de partidos validado por la Constitución de 1980 fue desarbolado por el autogolpe de Fujimori de 1992 y su nueva constitución. Como efecto en diferido, los partidos vigentes no lucen como organizaciones históricas, idóneas para dar evidencia al valor de la continuidad institucional. Sus victorias son tan “malmenoristas” que ni siquiera pueden garantizar la estabilidad de los jefes de Estado que eligen.

Sobre esa realidad, creo que la opción no es refundar nuestros países, sino refundar nuestros partidos. Es la opción por la democracia perfectible, para evitar una calamidad segura o una intervención militar in extremis.