Domingo

La sociedad cuidadora

Leda M. Pérez, profesora e investigadora de la Universidad del Pacífico. Foto: Referencial / Universidad del Pacífico
Leda M. Pérez, profesora e investigadora de la Universidad del Pacífico. Foto: Referencial / Universidad del Pacífico

Por Leda M. Pérez.

Hace poco, mi mamá cumplió 86 años, un hito considerando su historia genética como también sus pobres antecedentes de salud. Siguiendo el argumento de Yuval Harari en Homo Deus (2017), la longevidad es crecientemente la norma. Escrito antes de que la pandemia cobrara más de 2 millones de vidas mundialmente, según el historiador israelí la batalla contra la muerte está casi ganada. Las guerras y enfermedades que azotaron al mundo de antaño han disminuido drásticamente y, con ayuda de la ciencia y tecnología, serán eventualmente derrotadas, permitiendo que las futuras generaciones humanas vivan tranquilamente hasta los 150, o más, años. A mi parecer, se le escapa un detalle clave: la longevidad está inextricablemente vinculada con el cuidado.

Ilustración Edward Andrade

Ilustración Edward Andrade

Con un sobrepeso notable a su mediana edad y genes en su contra, a mi mamá se le diagnosticó una diabetes, tipo 2, a los 45 años. Lo que la salvó fue un médico con mucha inteligencia emocional que apeló a su instinto de supervivencia, y la hizo ver que, pese a tener una enfermedad seria, no tenía por qué quitarle la vida. Así que ella se cuidó hasta que pudo mantener la autonomía de su cuerpo y su mente.

Pero llegó el día en el cual comenzó a olvidarse de qué pastillas tomar, y hasta de su habilidad de aplicarse cotidianamente la insulina. Diagnosticada en 2009 con demencia senil y algo que se “parece” al mal de Alzheimer, un día martes, al final del año 2011, secuestré a mi madre cubanoamericana, subiéndola a un avión rumbo a Lima. Con el cuento de que se venía para una visita, logré engatusarla para que se quedara de manera indefinida, hasta el día de hoy. Eso sí, algo deberá haber intuido que esto era para siempre, dado que insistió en traerse su estatua de Santa Bárbara (más bien conocida por muchos cubanos como “Changó”), su santa católica/deidad africana preferida, con su espada, cáliz y todo, por si las moscas.

Para mí, la última década ha sido una de gran aprendizaje en torno al valor del cuidado para mi madre y para nuestra existencia humana. Me vi forzada a traerla al Perú porque el costo de cuidarla en Estados Unidos era prohibitivo. Su jubilación -luego de una vida de trabajo como cajera, e incluso juntando la pensión de mi finado padre, un barman- no cubría un cuidado de calidad. Dadas las economías de escala, junto con los fondos de la venta de nuestra casa familiar, podría cuidar a mi madre en Lima asegurándole óptimas condiciones de vida, y pagando a quienes se encargan de esas tareas por encima del sueldo mínimo vital.

Dada mi experiencia personal, además de casi siete años de investigación sobre el tema, estoy convencida de lo imprescindible y urgente que es la organización social del cuidado. ¿Por qué es importante? ¿En qué consiste?

El cuidado es imprescindible para el desarrollo personal y social. Los estudios de la temprana edad están repletos de evidencia de la importancia del cuidado y estímulo para el buen desarrollo infantil. Varios tienen que proveerlo. Los padres y tal vez otros miembros de la familia. Una persona contratada, o servicios públicos o privados especializados. Todos los anteriores. El mismo principio aplica a lo largo de nuestras vidas. Vemos las consecuencias de la falta de cuidados en personas adultas en las llamadas “muertes de desesperación”, o de soledad y tristeza. También en las casas de retiro mal equipadas y con personal mal pagado, donde se muere más por la inatención que por otra causa.

Las y los cuidadores necesitan cuidado también. Si relegamos el cuidado a una sola persona -que hasta ahora es generalmente mujer- ello tiene implicancias para las condiciones de vida de la persona que cuida y también de la(s) persona(s) a las que cuida.

La mujer que se ocupa de cuidar a otras personas en la familia tendrá dificultad para estudiar o trabajar fuera del hogar y generar un sueldo propio, acceder a un seguro médico y contribuir a su jubilación. Para las que son cuidadoras en hogares ajenos a los suyos, el trabajo se hace principalmente con base en relaciones informales, donde las horas son largas, las remuneraciones pobres, el maltrato frecuente y la observación de derechos es la excepción y no la regla. Para la persona que recibe el cuidado, esto puede significar estar a cargo de personas desmotivadas, que no se sienten reconocidas, que no dan lo mejor de sí.

De seguir así, vamos a mantener un círculo vicioso de cuidados precarios y trabajadores precarizados, con mujeres que, como hemos documentado recientemente en un texto con Arlette Beltrán y María Amparo Cruz Saco, viven más que sus pares varones, pero en peores condiciones.

Revalorar el cuidado: hacia una sociedad cuidadora. El cuidado es un trabajo de todos y todas. Hablando apenas del cuidado de niños o adultos en condición de dependencia, se necesitan compromisos múltiples y simultáneos: del Estado, como garante de un pacto social que valoriza el cuidado y que invierte generosamente en servicios públicos de calidad para la primera infancia y la edad más avanzada; del sector privado como creador de opciones para quienes pueden acceder a ellas; y de la familia, sin duda, como modelador de la corresponsabilidad, dejando atrás la idea de la mujer como la única responsable.

Tiene que haber una apuesta pública, liderada por un Estado que se entiende y organiza como un sistema único, integrado y universal en pro del cuidado de sus ciudadanos. En su más mínima expresión se trata de expandir cuidados infantiles y de temprana enseñanza ya existentes, incluyendo tanto espacios públicos como apoyos subsidiados al cuidado en casa.

Pero en línea con la visión de Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (MIDIS), el desafío ahora es de invertir en mejorar y expandir un sistema comprometido con la prestación de servicios universalizados de cuidado a lo largo de todo el ciclo vital. Esto requiere que lo público sea reformulado como el espacio de todos, ofreciendo servicios de calidad para todos, y no solo servicios de mala calidad para los pobres.

El Perú no es Dinamarca. Ya lo sabemos. Pero tampoco apostaría por el modelo de Estados Unidos, en donde el cuidado es una contraprestación del trabajo, y no la expresión de un derecho básico a la salud y bienestar para ciudadanos. Así no llegaremos ni a la esquina. Mejor veamos vecinos más cercanos como Uruguay y su sistema nacional integral de cuidados, o la ciudad de Bogotá con su sistema distrital del cuidado. La pandemia ha puesto de manifiesto que las inversiones más valiosas comienzan con aquellas que aseguran cuidados desde los inicios de vida hasta el final de ella. Al Perú le urge salir de su desigualdad histórica con una nueva y valiente visión que priorice a su pueblo.

Ojalá que mi madre llegue a los 150 años, que las proyecciones optimistas sobre la futura extensión de la vida humana sea una realidad para todos. Pero lograrlo, más allá de la ciencia y la tecnología, requerirá de compromisos políticos que sitúen el cuidado humano en el centro de nuestras apuestas sociales.