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Domingo

Sinfonía migrante: la música es lo último que se pierde

El que menos durmió en el piso, tocó en los buses, y tiene a alguien lejos al que no puede abrazar. Sinfonía migrante, un proyecto que pretende agrupar a los talentos venezolanos del Sistema Nacional, dispersos en Lima, en una orquesta estable. Lo más parecido a casa.

Hay ciento cincuenta venezolanos reunidos. Ciento cincuenta venezolanos que alguna vez fueron sospechosos de algo. De robar lo que fuera o robar un marido. Ciento cincuenta venezolanos que viven en un país ajeno que en muchas ocasiones les ha sido más ajeno. Gente que ha pasado unos cuantos cumpleaños, navidades y años nuevos, con la cara inundada, mandándole besos por celular a los hijos y a los padres. Gente que no sabe si volverá a abrazar a sus abuelos. Gente que no sabe qué comerá hoy.

Migrantes. Migrantes venezolanos que no tuvieron otra opción que huir de su país, y buscar refugio en otro.

Son ciento cincuenta y no es una manifestación. O sí. Es la manifestación de que su virtuosismo sigue intacto. De que esas manos ajadas que transportan ladrillos y trabajan el adobe no han perdido la sensibilidad para coger un arco y rasgar un violín. O que esas bocas que tocan de sol a sol en plazas o alamedas no se cansan de soplar tubas, cornos o trompetas. Pero sobre todo esta reunión es la manifestación de que aún pueden estirar sus mejillas, y sonreír.

Como cada domingo, desde hace un mes y medio, cuando se propusieron ofrecer su segundo concierto de música clásica como Sinfonía migrante.

El primero fue a finales de agosto en el Lugar de la Memoria, al pie del Pacífico. Dicen que entraron 300 y que 200 se quedaron afuera. Era gratuito. Y fueron 90 músicos. Esta vez no. Lo que preparan para el 10 de noviembre es más asombroso: más de cien músicos y casi cincuenta coristas, en un escenario que les hace justicia: el Teatro Municipal.

Faltan siete aspas en el calendario todavía. Nos encontramos en el penúltimo ensayo, en el salón Caja Negra del mismo teatro. Y a uno se le ocurren dos cosas: la sensación de ser testigo de un puntito en la Historia (así, en mayúsculas), y las ganas de teletransportar a un par de odiadores, previa lavada de oídos.

Fuga con Pajarillo, Suite Onda Nueva, El Cóndor Pasa, Aires de Venezuela, Vírgenes del Sol. El repertorio es un vaivén entre los clásicos del folklore nacional, y los joropos y contradanzas venezolanas, entre varios otros ritmos.

El espacio es tan estrecho que ir al baño es de imprudentes. Vientos, cuerdas y percusión . Todos siguen las indicaciones del director Alexander Gómez, un caraqueño criado en Anzoátegui, que alguna vez fue dirigido por José Antonio Abreu, la bombilla encedida que imaginó un mundo mejor a partir de la música, el fundador del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela o, simplemente, el Sistema, allá por 1978.

Gómez llegó a Lima en mayo de 2018, dejando en su tierra a un niño de tres años y a una bebé de ocho meses. Aquí le tocó ser mozo, descargar cajas, tocar en la calle, y esperar su momento.

Primero en una academia en Pro, Los Olivos, donde puso la pepita de este proyecto, formando una orquesta de cámara con 25 talentos; y luego desde enero de este año, dictando clases de flauta en Manchay, como profesor de Sinfonía por el Perú, lo más parecido que tenemos al Sistema, obra y gracia de nuestro Abreu, el tenor Juan Diego Flórez.

El ensayo prosigue para mi deleite. Algunos cierran los ojos para ejecutar su instrumento, ensimismados en un trance. Otros, más cautelosos, se quedan con los ojos pegadotes a sus partituras. Y alguno que otro exhibe alguna sonrisa para dejar en claro que está pasando un buen rato. Sea cual sea la actitud, nadie toca con un bebé pegado al pecho.

Solo Delia Suniaga, una caraqueña de lentes gruesos y dos colitas que no se descuida de su viola, un violín más grande y menos chillón. Delia es una migrante que echó raíces: pareja peruana e hijo peruano. Santiago Alonso, el recién nacido de apenas cinco meses que se arrulla entre el Danzón y el Aleluya.

No tuvo con quién dejarlo, Delia. Su única familia es Fabio Alberto, su pareja, que está taxeando. El resto, sus padres y sus siete hermanos, están en Venezuela.

Ella no podía darse el lujo de no asistir a este ensayo. Desde enero, luego de enseñar viola en Orquestando —programa del Ministerio de Educación—, se las ha rebuscado ‘matando tigres’. Es decir, ‘chivear’, tocar en cuanto evento caiga del cielo. Desde un homenaje a Los Morunos en el Teatro Peruano Japonés hasta rock sinfónico, pasando por la salsa y la cumbia. Incluso, Delia ha tenido que ofrecer su arte en Sábados con Andrés, lo que es decir mucho.

Alguna vez le pagaron 125 soles por tocar seis horas en una boda. Después se enteró, con mucho pesar, que le habían pagado la mitad solo por ser venezolana.

A estas alturas, Delia ha salido dos veces del salón para amamantar a Santiago Alonso. Se trata de un niño sorprendente: no lloriqueó ni cuando se levantó en plena Obertura Festiva. No por nada escucha sonatas desde que nadaba dentro de su madre.

Es todo por hoy. El penúltimo ensayo ha concluido. Son modestos: no se aplauden aunque lo merecen.

El castillo de Bárbara

Ser migrante es comenzar de cero innumerables veces. Construir una torre después de un derrumbe. La violinista y administradora Bárbara Andreina Fernández, una ocumareña menudita, que se quedó en tercer semestre de psicología por las vilezas del madurismo arrancó otra vez en junio de este año luego de tentar suerte en Chile.

Ya había vivido y brillado en Perú, junto a su violín, en buses, cumpleaños, boulevares y clases particulares. Pero tener a un hermano mayor en Chile la esperanzó para cruzar una nueva frontera.

Vendió su clóset, su cama y lo que hubiera. Se tuvo que volver a los dos meses: la migración le ha enseñado también, con dureza y a las malas, que a veces se puede confiar más en los extraños. Como los ‘paisas’ que la alojaron luego de escucharla a las afueras del Metro de Medellín hace algunos años.

Para una académica como ella y como tantos, asumirse en la calle supuso un choque. No solo respecto al repertorio que debe ser más comercial (desde boleros hasta reggaetones) sino al hecho de saberte vulnerable.

Una vez, un chofer le trancó la puerta cuando se disponía a subir al bus, y por poco la deja sin su única fuente de ingresos. Pero lo más recurrente y desagradable han sido las persecusiones de policías y fiscalizadores que no les cabe en la cabeza que el arte nutre y transforma.

Como a muchos otros peruanos que no les cabe que se pinte el cabello o se haga las cejas o ande siempre a los polvos. Peruanos que preferirían verla desmuelada o sucia.

Puede ser que el venezolano no haya comido ese día, que tenga un solo par de zapatos, que esa noche no tenga dónde dormir pero la naturaleza de nuestra cultura es echar broma, arreglarse y enfrentar esta situación difícil con la mejor actitud posible”.

Bárbara Andreina —que antes de salir de Venezuela lideraba la Sinfónica Regional Juvenil Ezequiel Zamora— ha regresado al boulevard de Magdalena a días del concierto. En esta hilera de negocios, entre cebicherías al paso, avícolas y fruterías, inició su vida en Lima un 21 de octubre de 2017. Por esos días ofrecía un show junto a su mejor amigo, el violinista ocumareño, Frank Philipps. Cómo será de amigo que su familia la ha acogido en su casa, en el Callao, mientras construye su nuevo castillo.

Ser migrante te deja un vacío al que nunca te acostumbras. Estar en Sinfonía cada domingo es llenar ese vacío con sensación de hogar, sentir que pertenecemos a un lugar. Es una forma de sentirnos en familia”, dice esta profesora a domicilio, que ha tenido alumnos desde los cuatro hasta los 74 años. Pequeñas victorias que le demuestran, cada tanto, que todo vale la pena.

El alma se muere un poco

Hay poca gente. Uno quisiera frotarse los ojos y ver el Teatro Municipal repleto de bote a bote, pero es poco más de las siete de la noche y hay vacíos notorios en la planta baja y los balcones.

La publicidad ha sido escasa. Más allá de algunas notas en Internet y un anuncio breve en la cartelera del teatro, todo ha sido boca a boca. No podía ser de otra manera. No había para más. La agregada cultural Sofía Simón y la Embajada designada por la Asamblea Nacional en la figura de Carlos Schull han hecho todo cuanto ha estado a su alcance.

Incluso, negociar con la Asociación Peruana de Autores y Compositores (APDAYC) que pretendía cobrar 6,600 soles por el repertorio que interpretarán en unos minutos. Menos mal, hubo una pizca de sensatez y quedaron en poco más de mil. Si no, el concierto habría sido cancelado.

Los músicos toman sus posiciones. Solo descansarán cuando el coro polifónico dirigido por Pablo Morales Daal irrumpa para entonar las gaitas, emblemas llaneros de la Navidad.

Cuando ambos estén juntos en escena, el teatro (que se llenó al 70%) se estremecerá. Y pensar que estos ciento cincuenta músicos se hallaron unos a otros gracias al WhatsApp, la aplicación de mensajería instantánea que nos domina por ahora. Un crecimiento orgánico y caótico que ha arrojado una cifra para reflexionar: 400 músicos del Sistema Nacional de Orquestas deambulan en Lima. ¿Qué sería de nosotros a futuro si aprovecháramos sus conocimientos? ¿Qué sería del Perú en general si se beneficiara de tantos profesionales venezolanos que hoy venden caramelos?

El director Alexander Gómez agita su batuta, dando inicio al concierto con el Himno Nacional del Perú. Los coristas no necesitan llevarse la mano al corazón. Cantan como ángeles, contagiando sus vibraciones. Cantan, después de todo, el himno de un país que los cobija, aunque de vez en cuando los ofenda.

“Para ellos ha sido importante (integrar Sinfonía migrante), porque si no haces lo que amas, tu alma se muere un poco todos los días”, me dijo el día anterior Sofía Simón, la agregada cultural.

Un día se fueron de su país a la fuerza y, desde entonces, se ganaron el pan en las calles. Esta noche les han dado la oportunidad de hacer lo que saben. Los optimistas tendrán que cambiar el mito: la música es, finalmente, lo último que se pierde.

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