Las reservas manifiestas de la poeta Zoila Capristán
Visión. Su nuevo libro, Las palabras que reservo para las tinieblas, hurga la memoria de una familia y el drama social del país.
Por Miguel Ildefonso
La poeta Zoila Capristán nació en Cajamarca y radica en Lima. Estudió Ciencias Contables y Derecho en San Marcos. Coeditó Tráfico. Revista de literatura; creó la editorial Vagón Azul y, aparte de publicar en antologías como Morada poética y Punto & aparte. Muestra de poesía hispanoamericana, codirigió el documental Leoncio Bueno. Entre el fusil y las rosas.
Su primer libro, Bajo cero, fue el descenso órfico en donde la voz poética desde la compleja urbe alcanzaba a hurgar la memoria familiar, bebiendo en ese fondo las verdades más profundas de la existencia. En su nuevo libro, Las palabras que reservo para las tinieblas (Vagón Azul & Montacerdos), en una edición de tapa dura, con un preludio y tres secciones de 51 textos, nos hallamos entre las ruinas del país, alrededor de una casa familiar al norte del Perú, en un pueblo llamado Chilete por donde cruza el río Jequetepeque y, encima de él, un puente rojo.
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Esta vez la voz es más intensa, que denuncia las injurias nacionales en un panorama, por ratos, dantesco: “La ciudad voraz se destruye/ a vuelo de pájaro/ los escombros colindan con mi habitación/olor a carne agusanada penetra por la hendija/ zumban las moscas en mi rostro/miedo de mover mis huesos”.
Es la crónica sensible de un pueblo que trata de salvarse de la peste del sarampión; es, también, el testimonio de la lucha, el dolor y la violencia, bajo el trasfondo histórico del cambio político y económico del Perú a inicios de los años 70. Esa conmovedora voz, que nos remite a Spoon river de Edgar Lee Masters y a Pedro Páramo de Juan Rulfo, recoge ahora el coro trágico de la esperanza: “Ahora hablamos solo con gestos; las palabras se reservan para las tinieblas”.
Microcosmo y vida social
Pero esta historia de enfermedad social y heridas del alma parte desde una casa: “Mi casa tenía un árbol de espino/ que prodigaba espinas para reventar pus de mis heridas/ nunca dio frutos/ pero fue madre adoptiva de los tordos y las chilalas”. Es una casa convertida en ausencia, y la poesía está para eso, para recuperarla: “Después de años transité por la casa de mi mamá/ella quiso limpiar mis huellas/ derribó las paredes de quincha donde inhumé tormentos/ mi casa no existe/ mi casa solo está en mi memoria/ en la fotografía”.
Capristán sabe conjugar los dramas individuales y del microcosmos familiar con los cauces sociales. Como señala el escritor Cronwell Jara en el prólogo, la poeta adopta del arte cinematográfico técnicas como la cámara en lente panorámica, el travelling, el close up y el flash back, tal como vemos en esta prosa: “Campesinas con olor a hierba buena que adornaban sus cabellos con ganchitos de plumas de pavo real. La señora de Nieves y su inseparable burro blanco cargado de plátanos manzanos y pepinos”.
No se trata, sin embargo, de un nostálgico relato, sino de un cuestionamiento. La simbología de la “sagrada familia” es el tema de debate, pues no todos los lazos son de sangre y hay muchas heridas. Es la metáfora del país, al que hay que recuperar o reconfigurar: “Quedaré cubierta de mariposas/y las estrellas que me arrebataron/una a una volverán a mis ojos”. La vida, en ese proceso, es una constante lucha de recuperación: “Descorre los cierres de la piel/ansía ser feliz/ volverás a intentarlo una y otra vez/una y otra vez”. Y en esa lucha colectiva participan personajes como Panchita, el cura, Agapito, la Profeta, el Hombre en Llamas, la señorita Consuelo, los mineros y los camioneros.
Estamos entonces en una utopía de recuperación (sanación y renacimiento) de una familia o un país, que las palabras reservadas para las tinieblas nos devolverán al salir a la luz, a la luz de la poesía: “Todo germinará en su estación/ en su imaginación cuántica/la tierra lo mostrará/lo empujará desde su entraña/y lo descubrirá ante nuestros ojos/ llegará/pues la tierra nos hará renacer”.