La llegada de la COVID-19 ha obligado a las comunidades a hacer compatibles toques de queda con horarios laborales, alcohol medicinal con mascarilla y responsabilidad con vacunación. Pero esta reconfiguración en la salud pública ha transformado, además, los hábitos urbanísticos: más tiempo en casa despierta una mayor evaluación acerca del techo bajo el que se reside.
Hasta el 2019 en el Perú, un país con más de 32 millones de habitantes, había aproximadamente 1 millón 600 mil familias sin casa propia. Este dato proporcionado por el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento evidencia la urgencia de políticas contra la desigualdad y pobreza que también atiendan el derecho a vivir dignamente. Una de las medidas para colocar el foco es la vivienda social, un domicilio que sale al mercado a un bajo precio con el objetivo de que los sectores menos favorecidos puedan acceder a él.
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El arquitecto Hector Silva sostuvo una conversación con La República y detalló que una vivienda social es una residencia que cuenta con la intervención gubernamental: “Lo que hace el Estado es renunciar a una ganancia para bajar el costo de la vivienda ante la demanda de la población que no puede acceder a un mercado privado por el precio del suelo”.
El experto en la materia explicó que desde la creación del Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento, 11 de julio de 2002, “el Estado empezó a articular los distintos actores: la empresa privada, los programas y los beneficiados”. Es esta misma institución la que estima que anualmente se requiere un promedio de 450.000 viviendas, la mayor parte en Lima y Callao.
Frente a esta demanda, el Gobierno ha incorporado programas de vivienda social y subsidios habitacionales. Por ejemplo, para el 2019 se desembolsó un poco más de 10.000 bonos del Nuevo Crédito Mivivienda y alrededor de 53.000 liquidaciones del Bono Familiar Habitacional (BFH) del programa Techo Propio.
Sin embargo, el virus atizó la crisis sanitaria y también social. De acuerdo con el INEI, solo en el primer año de la pandemia las personas en situación de pobreza pasaron del 20% al 30%. El impacto de esta cifra se intensifica con otras: el 52% de los habitantes de las ciudades viven en barrios informales y casi el 71% de su población activa vive de la economía informal. “La informalidad aleja a millones de personas de cualquier acceso a una vivienda digna”, resume el arquitecto Silva.
“Cuando hablamos de vivienda social hablamos de un espacio similar a un módulo, es decir, que es pequeño y que se puede ir construyendo con el tiempo. Pero la COVID-19 hace que esto se tenga que replantear porque hemos visto que para los sectores más socioeconómicamente afectados el confinamiento es todo un lujo”, precisa el experto y agrega que “las viviendas de interés social deberían buscar la confortabilidad”.
En cuanto a la construcción, el arquitecto indica que el ambiente debe estar diseñado con una habitación para aislar a una persona, pero este planteamiento se enfrenta a una realidad penosa: hasta el 2018, el INEI informó que en el 25% de los hogares habitan cinco o más personas, el 20% de las viviendas no tiene acceso a agua para beber por red pública y el 28% no dispone de servicios sanitarios. “En las viviendas sociales, aislar a una persona o lavarse las manos puede ser muy difícil”, dice Silva.
Asimismo, el profesional considera que en una vivienda no se puede continuar haciendo la misma distribución de hace 20 años cuando el contexto enfrenta una catástrofe mundial. “Podríamos aprovechar esta pandemia para repensar la distribución en el hogar”, sugiere.
Si bien la COVID-19 acentúa las carencias en este rubro, la importancia de tomar en cuenta el contexto no es una tarea novedosa. Hace 8 años el proyecto denominado Ciudad La Alameda de Ancón, que iba ser desarrollado por la constructora VivaGYM en un terreno público de 108 hectáreas y que proyectaba proveer 11.000 viviendas para poder ser adquiridas a través de subsidios por familias de menos recursos económicos, no se pudo desarrollar porque el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento no llegó a resolver la provisión de agua potable y alcantarillado, así lo informó Urbanistas.lat, una plataforma orientada a la construcción.
“En ese sentido, está claro que el problema no solo es la falta de políticas que empujen al desarrollo de viviendas de interés social, sino más bien un entorno urbano adecuado que permita que estas se puedan dar”, sostiene el mencionado medio.
En el Informe urbano de percepción ciudadana en Lima y Callao 2021, elaborado por Datum y destinado a la evaluación de los temas desde la mirada de la pandemia, se registró que en promedio un 24,26% de personas en Lima y Callao se encuentra insatisfecho con el servicio de agua en el hogar.
Frente a la pregunta “¿Cómo califica, en general, su nivel de satisfacción con los siguientes servicios en el hogar?”, las respuestas apuntaron a un nivel de insatisfacción promedio del 19,38% con respecto al servicio de luz en el hogar y del 28% frente al servicio de alcantarillado y desagüe.
Foto: :Lima Cómo Vamos, 2021
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Aunque las viviendas sociales persigan el objetivo de paliar un déficit habitacional, la solución no solo debe estar ligada a facilitar un espacio, sino también a brindar un confort que se preste para mitigar las huellas de la COVID-19 en todos los estratos poblacionales. Bien lo dijo el urbanista y sociólogo Lewis Mumford: “La ciudad es la forma y el símbolo de una relación social integrada”.