Picsi es uno de los penales más hacinados aunque no necesariamente el más peligroso. Lleva el nombre de uno de los veinte distritos de Chiclayo, de doce mil habitantes, distante ocho kilómetros al noreste de la capital del departamento.
Una vez adentro predomina el hedor de más de cuatro mil ochocientas personas bajo altas temperaturas, apretadas en un lugar diseñado para ochocientas, que recibe agua por horas.
En 2014, cuando había 2,870 presos, un reportaje de Latina TV dijo que había llegado a su límite. Mostró a unos sobre otros, entrevistó a los que dormían en los baños. La periodista Solange Vásquez dijo, sofocada por la pestilencia y el calor exacerbado por tanta gente junta:
–Aquí es un horno, la temperatura llega a 35 grados.
Por eso los presos hombres –hay unas doscientas mujeres– transitan semidesnudos. El único espacio abierto es el patio central, donde destacan montículos de basura acumulada que la municipalidad de Picsi no quiere recoger, como tampoco autoriza la expansión del establecimiento. Lo detesta. En torno del patio se levantan tres pisos de reclusorios con sus ventanas enrejadas mirando hacia afuera, de donde cuelgan trapos y ropa. Adentro no hay celdas sino cuadras, presos almacenados como pollos, que también hacen bulla como pollos, hasta que se hace el silencio entrada la noche. Cuatrocientos de ellos tienen TBC.
Es un penal al que la mayor parte de internos ingresó por robo agravado. Los que pertenecen a bandas de crimen organizado están en una sección especial, de tres cuadras, donde permanecen en convivencia pacífica. En Chiclayo no actúan bandas ferozmente rivales como puede haberlas en Lima o Trujillo. Adentro hacen comunidad los de una misma organización, como Los Alfalferos de Pomalca y La Nueva Gran Sangre, de Lambayeque.
Se defienden entre sí los de un mismo barrio: Leonardo Ortiz, Campodónico, 9 de Octubre, Cruz de la Esperanza. El personal del INPE hace periódicas requisas en busca de chavetas o drogas. Según una autoridad penitenciaria, el control del armamento, del alcohol y de las drogas fue efectivo hasta los desórdenes de abril, aunque nunca es completamente eficaz en ninguna cárcel.
Lo que desató el primer motín, a mediados de marzo, fue la suspensión de las visitas, entre otros reclamos. Dos agentes del INPE fueron tomados como rehenes y golpeados. El mismo día fue restablecido el orden pero se alteraría tres veces más, mientras la mayor parte del personal se enfermaba e iba abandonando el servicio, dejando los pabellones bajo el dominio de los reclusos.
Quedó solo un puñado de funcionarios y vigilantes, encerrado en un área inaccesible. Algunos de ellos también estaban enfermos y seguían trabajando en esas condiciones. No tuvieron ni protección, ni pruebas, ni el masivo apoyo de personal que debieron enviar sus oficinas centrales. En Lima, el INPE esperaba directivas del MINJUS, el MINJUS del gobierno, el gobierno le tiraba la pelota al Congreso, esta se la devolvía. Eran días donde podían escucharse declaraciones de autoridades diciendo que la situación estaba controlada.
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Mientras tanto, los presos se habían ido contagiando más rápidamente que los penitenciarios y subían el tono de sus exigencias. Pedían pruebas, medicamentos, traslados. El 29 de abril ingresaron por la fuerza a las secciones administrativas destruyendo equipos, enseres y documentación. No quedó nada de las oficinas de sicología, servicio social, trabajo, educación, salud y apoyo legal, que monitorean el comportamiento de los internos. De allí sacaron todos los objetos que pudieran ser empleados como armas punzocortantes.
Con el penal a su merced, había empezado la producción masiva de chicha a partir de maíz, arroz, fideos, fruta, de cualquier tipo de comestible que pudiera fermentarse. Algunos presos borrachos se tornaban más amenazantes con los penitenciarios. El abogado del ex presidente de la FPF, Edwin Oviedo, detenido en forma preventiva en una zona de alta seguridad, dijo que su cliente corría el riesgo de ser secuestrado. El 7 de mayo una Sala de Apelaciones cambió su régimen a prisión domiciliaria.
Algunos reclusos terminaron acuchillándose entre sí. Seis fueron asesinados durante los veinte días en que Picsi fue una tierra de nadie. La cifra puede ser mayor. Por lo menos seis internos –algunos familiares hablan de diez– murieron víctimas del COVID. Pese a que resultó infectado más del ochenta por ciento del personal del INPE, solo hubo un muerto, un abogado del área legal. Dos estoicas médicas, que es todo el personal sanitario de Picsi, no dejaron de trabajar durante toda la crisis. Trascendieron versiones no confirmadas de violaciones en pabellones de varones, no en el de mujeres. “Era Sodoma y Gomorra”, le dijo un recluso a su esposa.
Cuando al fin, en Lima, las autoridades tomaron cartas en el asunto, y el Congreso autorizó al Poder Ejecutivo para que diera medidas extraordinarias, el COVID 19 se debilitó solito, después de haber campeado dos meses. Los sobrevivientes, incluso quienes convalecen, ya tienen otro ánimo y se ríen de los actuales afanes para responder a la emergencia. Hace unos días hubo una requisa pacífica y se decomisaron las armas y la chicha. Los que tenían que morir ya se murieron.
La mayoría de presos está inmune, lo mismo que los penitenciarios, que vuelven poco a poco a sus labores, tras derrotar al virus. En las semanas siguientes empezarán la reconstrucción de las instalaciones destruidas, porque los funcionarios no tienen dónde sentarse. Habrá que volver a buscar los datos personales, los expedientes. Ahora que varios presos podrán salir por las normas que se avecinan, no puede comprobarse la historia de nadie.
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