La primera derivación de la crisis boliviana es la caída del régimen progresista de Evo Morales y la toma del poder por la ultraderecha. Así se inicia una transición que se presume desafiante y violenta en la que se disputa el poder y el régimen político, es decir, las profundas reformas del período 2005-2019.
Hasta ahora, la crisis tuvo tres momentos, en una evolución que combina la movilización ciudadana y el cambio en la correlación de fuerzas en el poder: 1) el fraude reeleccionista del 20 de octubre; 2) la renuncia de Evo Morales a la presidencia; y 3) la toma del poder por la ultraderecha.
Es necesario explicar el tercer momento siguiendo la ruta de la crisis y no aislando el desenlace de los hechos previos. En un análisis serio, y desde la democracia, no se puede obviar la apuesta reeleccionista autoritaria de Evo y el fraude del 20-O y relativizar su efecto dinamizador con el rótulo de “errores”. En ese punto, es una incógnita la precariedad con la que llegó a esta crisis el bloque de popular, indígena y progresista que lideraba Evo. Con cargo al largo debate que el caso boliviano abre, las preguntas se agolpan: ¿Por qué Evo perdió la mayoría política? ¿Por qué insistió en la reelección y no en una sucesión interna? ¿Por qué perdió aliados sociales claves? ¿En qué momento le regaló la calle al proyecto territorial santacruceño?
La calle boliviana no fue un continuo; se registran hasta tres formatos de movilización que moldean el momento actual: 1) la movilización democrática contra la reelección de Evo Morales y el fraude del 20 de octubre; 2) la algarada conservadora que desborda y desvía la demanda democrática, y cuyo punto culminante es la renuncia de Evo; y 3) la movilización indígena y progresista luego de la asunción de Jeanine Áñez como presidenta.
La discusión sobre si hubo o no golpe de Estado es interesante, aunque puede convertirse en una trampa, en la medida que intenta disminuir la (i) responsabilidad de Evo en el desenlace, y porque propone que las cosas retornen a un punto anterior, subestimando la etapa iniciada, un retroceso que puede desarmar los logros de los últimos 14 años.
Sigo sosteniendo que la renuncia de Evo, y los hechos inmediatamente previos y posteriores, no califican como un golpe de Estado. Ello no evita reconocer el divorcio del ex presidente y el mando militar que su gobierno talló y amamantó, y el hecho de que los motines policiales se produjeron debido a que estos, y también las FFAA, se negaron a convalidar el fraude del 20-O y reprimir las protestas en su fase democrática, lo que habría llevado al Gobierno a una dictadura abierta.
Con diálogo o sin él, la entraña del Gobierno de Áñez es ultraderechista, un salto al vacío que abandera el modelo neoliberal derrotado en las jornadas de la Guerra del Gas del 2003. En la historia figurará como una restauración conservadora luego de 14 años del proceso que más integró y modernizó Bolivia bajo el liderazgo de Evo Morales, echado a perder por la ambición del líder y por la falta de cohesión política del partido gobernante. Mientras más demore en reconstruirse el bloque social que hizo posible esta gran transformación, esa sí lo fue, la restauración será más exitosa.
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