Ahora que la temporada de lluvias propias del Fenómeno de la Niña prometen nuevas tragedias debido a la impericia de nuestras autoridades, es bueno recordar a los colegas periodistas la necesidad de evitar la expresión “desastre natural”. Se trata de una locución favorita de los burócratas (les encantan los neologismos y las expresiones redundantes) pero lo preocupante es escucharlo o leerlo casi convertido en muletilla por los comunicadores. No existen los desastres naturales. El Fenómeno del Niño, por ejemplo, es una bendición de la naturaleza. El mundo y el submundo se llenan de agua, la costa peruana recobra su paisaje tropical, el mundo se pinta de verde, el planeta se renueva. Se trata del fenómeno climático más antiguo que la historia. Las lluvias del Niño (a) se convierten en desastres cuando el desborde natural de un río destruye puentes mal construidos o inunda riberas invadidas de viviendas. Las lluvias del Niño (a), los terremotos, las erupciones volcánicas, los huracanes o las tormentas de nieve son manifestaciones propias de la naturaleza, pero se convierten en desastre por la vulnerabilidad humana. Por eso es un muy importante la semántica. Si yo repito “desastre natural” otorgo un carácter innato (hasta mágico e inevitable) a la tragedia. No es así. El desastre se puede evitar si no se invaden quebradas aluviónicas o se construye en la ribera de un río. En estos casos se trata de un desastre, a secas. E insisto que la semántica es importante. Por ejemplo, cuando uso la palabra “trabajo” estoy celebrando una actividad que le da sentido a la humanidad. Pero si me refiero al “trabajo infantil” describo un delito. Otro ejemplo se da cuando escucho a un burócrata pronosticar “oleajes anómalos”… como si las crecidas de mar tuvieran algo de anormal o insólito. Lo único anómalo es cuando los comunicadores repiten esa expresión.