Aldo Vásquez Ríos Vicerrector Académico de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya Se ha planteado con insistencia el indulto al expresidente Alberto Fujimori. Algunos suponen que con ello es posible moderar tensiones políticas y asegurar una relación fluida entre gobierno y oposición. Se ha demandado además que el presidente suscriba ya el indulto al amparo del artículo 118, inciso 21 de la Constitución, que lo faculta a conceder gracias presidenciales. Quienes formulan esa exigencia suponen que ese solo texto basta para otorgar el indulto, por exclusiva voluntad presidencial. Tales posiciones ignoran la naturaleza jurídica del indulto. Este supone la capacidad de perdón de la sociedad y del Estado y, por ello, su superioridad moral ante la conducta de quien ha delinquido. El perdón abre espacio a una reconciliación con el pasado, que restaña heridas y marca un nuevo comienzo. Expresa la renuncia al resentimiento y quiebra un ciclo eterno de animadversión. Pero para que el indulto conserve su naturaleza y para que la reconciliación sea plena, supone necesariamente el arrepentimiento. Así ocurre desde siempre en la tradición judeocristiana.La indulgencia ofrecida está condicionada a la contrición de quien ha quebrado el mandamiento. El indulto no puede ser así el triunfo de la impunidad, la legitimación del delito, ni la reivindicación de quien lo ha cometido. El indulto se expresa en la decisión del jefe de Estado, es verdad, pero no como un acto arbitrario. Aun cuando el Presidente tiene un amplio margen de discrecionalidad, legado del régimen absolutista, está sometido a los límites propios del Estado de derecho. Pilatos, el gobernador de Judea, podía liberar a Barrabás aun a costa de la condena de Jesús. Un gobernante democrático, en el marco de la Constitución y la ley, no puede actuar sin límites bajo la proclama atribuida a Luis XIV: “el estado soy yo”. En un Estado de derecho los actos del presidente están regulados. Así como le corresponde conceder indultos, el mismo artículo constitucional que le otorga tal prerrogativa, le exige cumplir y hacer cumplir la Constitución y los tratados, leyes y demás disposiciones legales, tanto como cumplir y hacer cumplir las sentencias y resoluciones de los órganos jurisdiccionales. Ello obliga al gobernante a una mirada integral del ordenamiento constitucional y a sopesar cuidadosamente valores, límites y procedimientos. Está claro que los tipos penales por los que fue condenado el expresidente Fujimori le impiden acceder al indulto común. Puede, sí, verse favorecido por el indulto humanitario. Este encarna la suprema manifestación del perdón público, incluso ante la lesión más intensa infligida a la sociedad. En la ponderación entre la magnitud del delito cometido y la fragilidad de la condición humana del condenado, el Estado en gesto magnánimo le extiende su perdón. Es un reconocimiento a la centralidad de la persona, fin supremo de la sociedad y de un Estado que no se ensaña ni cobra venganza. Pero solo la enfermedad en estado terminal, o aquella en etapa avanzada que no puede ser atendida en condiciones carcelarias, o la afectación por trastornos mentales irreversibles, justifican en nuestro marco jurídico el indulto humanitario. Es entonces cuando la pena ha perdido ya su eficacia y se ha diluido su finalidad. Aquellas condiciones, sin embargo, deben verificarse con rigor, como lo ordena el Tribunal Constitucional en el caso Crousillat. Cuanto mayor es la gravedad del delito cometido, mayor carga argumentativa deberá observar la decisión de indultar. En cumplimiento de ese mandato, no puede haber indulto sin sustento sólido y verificado imparcialmente. La inobservancia de tal presupuesto no solo acarrearía la nulidad del procedimiento, sino que desnaturalizaría el sentido último del indulto y, con ello, negaría una auténtica reconciliación con nuestro pasado.