Hace unos días me desperté con la noticia del profesor asesinado por un sicario en un colegio de Ate. El docente venía siendo extorsionado. Desafortunadamente, este tipo de noticias se ha vuelto más común en los últimos meses y el caso se suma a la decena de asesinatos tras extorsiones por parte de mafias. Y aun así, el Congreso se niega a derogar su nefasta ley procrimen organizado (Ley 32108) y el (cuando menos, inepto) ministro del Interior intenta convencernos de que sus medidas funcionan, como si Ate no fuera parte de los distritos declarados en emergencia.
El Perú es un país donde, desafortunadamente, en los últimos años no hemos podido frenar las acciones más descaradas del Congreso y del Gobierno para erosionar nuestras instituciones democráticas y económicas. Esta limitada reacción de nuestra ciudadanía ha envalentonado a la clase política para hacer lo mismo en materia de seguridad.
Desde el Congreso, Perú Libre, Fuerza Popular, Renovación Popular, Avanza País, APP, entre otros miembros del pacto de Gobierno, aprobaron en agosto la ley procrimen organizado que, como involuntariamente delató el congresista Cavero, tiene como propósito proteger a políticos de investigaciones criminales. Sin embargo, y muy a pesar de la matonería con la que el congresista Montoya lo niega, la Fiscalía, el Colegio de Abogados de Lima, expertos en derecho penal, periodistas, opinólogos y básicamente cualquier persona con dos dedos de frente coinciden en que la ley facilita la operación del crimen organizado al excluir delitos que proliferan en el país, como la extorsión. ¿Quién diría que las extorsiones se dispararían tras su aprobación?
El Gobierno, por su parte, ha insistido en mantener al ministro Santiváñez, quien, además de estar más concentrado en aferrarse al cargo y defenderse de los escándalos que lo rodean (como, por ejemplo, haber declarado estados de emergencia en 16 distritos que poco o nada han reducido el problema público de la inseguridad), ahora impulsa una ley de “terrorismo urbano”. Esta propuesta apela al uso del término “terrorismo” para dar una falsa ilusión de dureza e intentar distraer la exigencia para derogar la ley procrimen.
Usualmente, la aprobación de medidas que nos llevan de mal en peor no enfrenta mucha resistencia ciudadana. Pero esta vez parece que al pacto le falló el cálculo. Su indolencia parece haber, al fin, despertado una sostenida movilización ciudadana, manifestada en los paros de transportistas del 26 de septiembre y del 10 al 12 de octubre, y que se proyecta que continúen el 23 de octubre y en noviembre durante la cumbre de la APEC en Lima. Con la bandera de “es mejor parar que morir”, los paros exigen medidas que ataquen efectivamente la inseguridad, por lo que rechazan la propuesta de ley del terrorismo urbano como solución y exigen la derogatoria de la ley procrimen ante la renuencia a actuar. Y ante los malabares de las autoridades para evitar cumplir, crece en esta movilización la vieja demanda del “que se vayan todos”.
Uno puede tener muchas objeciones a las acciones cotidianas de los transportistas, en su mayoría informales y protagonistas del caótico tráfico. Pero, aun así, no se puede ser indiferente a su reclamo por su derecho a la vida. Precisamente, porque este resuena en todos los sectores de la sociedad, hartos de la inseguridad, es que esta protesta ha generado un considerable apoyo (grata sorpresa el respaldo del presidente de la Confiep) y da esperanza de ser el inicio de una reacción ciudadana capaz de hacer contrapeso al pacto de Gobierno.
Por este miedo a la reacción ciudadana, muchos de los responsables de que Lima (y todo el Perú) parezca cada vez más Ciudad Gótica sin Batman han salido a atacar los paros como medida legítima de protesta. El premier Adrianzén los desestimó por estar “politizados”, la conspiranoia del congresista Rospigliosi culpó a los “caviares” por las protestas, y no faltaron quienes pusieron el grito en el cielo por las potenciales pérdidas económicas (¡La economía!, exclamó el dinosaurio mientras el asteroide chocaba con la Tierra).
Como ciudadanos interesados en mejorar la seguridad, debemos desestimar estos manotazos de ahogados que solo buscan limitar nuestros legítimos mecanismos de protesta.
En primer lugar, el argumento de la politización es ridículo. Las protestas, huelgas o paros, sin componente político, son desfiles. Al ser acciones ciudadanas colectivas que interpelan a actores políticos para alterar políticas públicas, son actos eminentemente políticos. Precisamente, a lo largo de nuestra historia, los paros han sido mecanismos políticos potentes para lograr cambios relevantes. Por ejemplo, en 1919, una serie de huelgas y paros sectoriales llevaron al paro general liderado por los panaderos (ideológicamente anarquistas) que ejerció suficiente presión para que el gobierno de José Pardo aprobara la jornada laboral de 8 horas. Igualmente, el contexto de huelgas y paros que inició en 1977, encumbrado en el gran paro nacional del 19 de julio liderado por la CGTP, y que contó con la participación de diversos gremios, sindicatos y actores políticos, logró que, 8 días después, Morales Bermúdez se viera forzado a anunciar el retorno a la democracia. Decir que el paro está politizado, entonces, no es más que una tautología, el equivalente retórico a decir que el agua está mojada o que este Congreso es nefasto.
Por otro lado, la paranoia anticaviar como instrumento para deslegitimar el paro tampoco se sostiene. Dicen sus impulsores que estos seres mágicos todopoderosos que son los caviares manipulan a los transportistas para forzar la caída del gobierno, como “lo hicieron” en 2020 con Merino. La presencia de Martín Vizcarra, Verónika Mendoza y exdirigentes del Partido Morado en las protestas sería la prueba irrefutable. Pero este argumento equivale a asumir que, porque voy al estadio de Alianza, soy el líder del Comando Sur. Sea por oportunismo político o por convicción, los actores políticos siempre han acompañado las protestas lideradas por gremios y sociedad civil. Claros ejemplos son la participación de Haya en las protestas de 1919 o de la izquierda en 1977; y no por ello la historia les atribuye a ellos la vanguardia y el éxito de las causas demandadas. La presencia de actores políticos en las protestas de la sociedad civil de ninguna manera las deslegitima. Y tampoco implica su liderazgo en estas. ¿Alguien en serio cree que los transportistas detendrán el paro cuando así lo diga Vizcarra o Mendoza? Ya quisieran nuestros políticos poder movilizar masas. La última encuesta del IEP le da a Martín Vizcarra un 4,5% de intención de voto y a Verónika Mendoza la clasifica en la categoría “otros”, mientras que el Partido Morado, incapaz de mantener a sus tres congresistas dentro del partido, se cae a pedazos internamente a punta de escisiones. Si estos actores “caviares” no pueden ni autogestionarse, ¿cómo van a ser capaces de manipular masas? Quienes gritan “manipulación caviar” lo saben, pero aun así repiten su mentira para crear un chivo expiatorio que nos distraiga del enemigo real, que son ellos.
Finalmente, para los preocupados por el costo económico de los paros, habría que preguntarles: ¿cuánto valen las vidas de los transportistas? Y si el argumento moral no les basta, utilicemos uno utilitario: ¿qué son 230 millones de soles perdidos por parar y exigir mejoras en la seguridad comparados con los 35.000 millones de soles que costó la inseguridad en 2023? Ni moralmente ni pragmáticamente se sostiene desestimar la protesta por su costo económico.
Así pues, en medida que las autoridades continúen atentando contra nuestra seguridad, los paros, lejos de ser capricho de unos pocos, continuarán representando una demanda legítima de protección, justicia y dignidad. Si el pacto se niega a escuchar y actuar, nos toca a nosotros, como sociedad, plegarnos y apoyar a quienes salen a exigir seguridad para todos nosotros. Porque, contrario al comentario de un indolente CEO de que “parando no se logra nada”, debemos tener claro que, a veces, es mejor parar para poder avanzar y, siempre, es mejor parar que morir.