Es indudable que hoy vivimos una crisis. Sin embargo, no estamos frente a una cualquiera. Que hayamos tenido cuatro presidentes y dos Congresos entre el 2016 -2021 y luego, en el periodo 2021-2026, dos presidentes, hasta ahora; que uno de ellos, Pedro Castillo, al igual que Alberto Fujimori en 1992, haya intentado un golpe de Estado como solución a su mediocridad y al acoso de la derecha; que la desaprobación al Gobierno de Dina Boluarte y de este Congreso supere el 80% son las pruebas de que no es cualquier crisis y que esta se expande como una mancha de aceite por todo el país, afectando la vida cotidiana de los hombres y mujeres de nuestra nación.
Hay cientos de miles de compatriotas, jóvenes, sobre todo, que se quieren ir del país, ya sea porque no ven un futuro en el Perú o por el aumento de la delincuencia, la falta de trabajo, por los bajos salarios, etc. Estos temores aumentaron luego del autogolpe fallido del expresidente Castillo, que abrió las puertas para que la derecha, el cerronismo y el fujimorismo, sobre todo en el Congreso, asuman el control de la política e inicien una restauración autoritaria y neoliberal.
Si bien vivimos una crisis que tiene como una de sus características más notorias una movilización colectiva, meses atrás, que “acelera procesos estructurales antes lentos e imperceptibles” (Fabio Frosini), esta, como diría Gramsci, ha derivado, por su prolongación en el tiempo y el aumento de la violencia, en una ‘crisis orgánica’, donde lo viejo murió, pero lo nuevo no puede nacer.
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Como afirma Lelio La Porta, por un lado, la clase dominante ha perdido el consenso, es decir, ha dejado de ser clase dirigente para convertirse solamente en clase dominante, mientras que las clases populares se han apartado de las ideologías tradicionales, no creen en lo que antes creían: “La clase dominada ha adquirido cierta parte del consenso, pero no tiene autoridad con la cual sería dirigente. En este contexto, se desarrolla una dialéctica que no se refiere a una relación pura y simple basada en la fuerza, sino más bien a una dinámica que gira en torno al vínculo fuerza-consenso. Si lo nuevo tarda en afirmarse, tanto lo viejo como lo nuevo se encuentran conviviendo en una situación de escepticismo frente a todas las teorías y las fórmulas generales…”. Por eso la falta de solución abre el camino al caudillismo autoritario y a la antipolítica.
En este contexto, es importante afirmar que la superación de una crisis orgánica no puede basarse en el uso de la “pura fuerza”, como hoy proponen los sectores radicales de la protesta y también la derecha y el Gobierno, sino más bien en la producción de “hechos políticos”. Es decir, crear una dinámica que, al girar en torno al vínculo fuerza-consenso, instaure un espacio donde se construya hegemonía y la representación.
Ello implica pasar del estallido social, que tiene varios rostros y varios sujetos, al conflicto político, porque es el conflicto, a diferencia del estallido, el que puede ser representado políticamente y plantearse al mismo tiempo la necesidad de un “compromiso histórico” para tener una democracia igualitaria.
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Si algún enemigo tiene la protesta, es el autoritarismo represivo del Gobierno y de la derecha; pero también la incapacidad de construir una representación política de esa protesta para plantear un nuevo consenso entre las partes en conflicto. Por eso no es extraño que la división interna de los dirigentes del estallido sea una de sus características más visibles.
La otra posibilidad es un Nayib Bukele que hoy tiene en su país el 92% de la intención del voto presidencial y que es también otra manera de solucionar la crisis.
Nota: Las citas de Fabio Frosini y Lelio La Porta se encuentran en: Diccionario Gramsciano (1926-1937). Ediciones Tertulia N. 3. Cagliari 2022.